Fórmula 1
Mercadillos de verano por Sabino MÉNDEZ
En cuanto llega el calor, tal como hacen las aves migratorias, la familia Méndez al completo nos desplazamos en bloque a la busca del frescor del mar.
Somos una tropa desordenada que incluye niños audaces, mujeres militarizadas y abuelos independientes, necesitados de campo para liberar su enérgica vitalidad. Cuando, en esas ocasiones, vuelvo a mi tierra natal, constato que la diferencia principal entre el litoral y el interior de nuestro país no reside precisamente en la altura sino en los mercadillos. En la costa se reproducen de una manera vertiginosa a temperatura ambiente. No puedes dar un paso sin encontrarte uno (o dos) en cada pueblo. En la meseta también los hay, pero proliferan de una manera más circunspecta. Los mercadillos son la versión astuta (de sabiduría popular) de lo que el ahora pedante da en llamar «lo sostenible».
Observando a quienes pasean por ellos, es frecuente detectar a la pareja de edad madura que se ciñe al siguiente patrón: ella camina delante, revolviendo de puesto en puesto con el ojo inyectado del ama de casa depredadora, y él la sigue indolente, unos pasos por detrás, con las manos a la espalda, cara de indiferencia y una mirada que sólo sale de su sopor si descubre una nube en el cielo o una buena anatomía en la tierra. Uno cae en pensar que, puesto que los lugares de compra y venta son buenos para librarse de los trastos inútiles que andan rondando y estorbando por casa, un reflejo inconsciente de esa esperanza lejana es lo que hace que las señoras vayan a los mercadillos acompañándose de sus maridos. En cualquier caso, cuando esa marea humana llega a las playas dispuesta al trueque, puede decirse que ha empezado verdaderamente el verano. Ah, ese tiempo de esperanzas e ilusiones.
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