Casas reales
Su Graciosa Majestad
Hay personajes que mientras aún viven nos producen la impresión de pertenecer al mismo tiempo a los periódicos y a las enciclopedias, es decir, a la actualidad y a la Historia. En mi adolescencia esa era la sensación que me causaban Adenauer, De Gaulle y Churchill, que habían entrado en los libros de texto sin necesidad de haber cruzado aún el portalón del cementerio. Me costaba entender que a personajes de su talla los vapuleasen sin embargo en las columnas de los periódicos. Sólo la reina Isabel de Inglaterra parecía a salvo de las ofensivas terrenales, recluida durante el estío en el limbo onomástico y balneario de Balmoral, un orbe herbáceo, lacónico y solemne del que se sabía que estaba habitado por una familia sobria y circunspecta que se reproducía por esporas y se propagaba por la portada espermicida del «Hola». La reina Isabel accedió al trono cuando yo tenía sólo dos años y ahí continúa, sobria y ecléctica, con buen aspecto y una solidez física e institucional envidiables, resistente a la enfermedad y a las encuestas, con sus eructos de talco, admirada por los británicos, pulcra y un poco inexpresiva, con ese rictus en la sonrisa que no se sabe muy bien si es un gesto propio de la genética mayestática de los Windsor o la consecuencia indeseada del prurito que producen las termitas al minar la madera. A mí es una señora que me cae bien, del mismo modo que me produce admiración su esposo, el duque de Edimburgo, ese tipo elegante y discreto que ha envejecido sin ruido dos pasos por detrás de Su Graciosa Majestad, con la que ha tenido cuatro hijos, y numerosos galgos, a pesar de que yo siempre pensé que tener sexo con la reina Isabel me causaría la misma sensación de estupefaciente perversión postal que me habría producido pasarle la lengua a un sello de correos.
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