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Gloria y nostalgia
La Revolución Francesa empezó cuando Luis XVI convocó los Estados Generales, representación de la Nación, para discutir la calamitosa situación económica del país. Sarkozy, que no iba a ser menos que el marido de María Antonieta, quiere convocar unos «Estados Generales» del fútbol para que «los actores aporten su contribución con la máxima transparencia para la construcción de un proyecto de renovación». La lengua francesa, como se ve, ya no es lo que era y en los colegios galos, de hace pocos años, una frase como esta habría valido a su autor un suspenso y un sarcasmo. Entonces no era concebible, de todos modos, que el Presidente de la «République» (república sólo hay una, por mucho que se empeñen los socialistas españoles) tratara el fútbol como una cuestión de «État» (ídem con el Estado). En realidad, los franceses, que carecen –para su bien– de sentido del ridículo, no hacen más que llevar al extremo una tendencia general que ha hecho del deporte un símbolo nacional. Así era ya en tiempos del griego Píndaro, quien decía que el poeta debía cantar a «quienes se aplican con resolución total a la gloria» porque muy «liviano esfuerzo» es, para el poeta, «pronunciar palabras nobles para ensalzar a la comunidad». Cantar al deportista ha sido siempre como ensalzar a la comunidad, porque a la comunidad le cabía la gloria de quien se había sacrificado por alcanzarla. Da la sensación, sin embargo, de que hoy en día, cuando tanto se ha ensanchado el horizonte, la gloria nacional depende en mucha mayor medida, o casi exclusivamente, del deporte, hoy del fútbol. Será porque no hay batallas, ni guerras. O será por la dimensión espectacular del fútbol. Tal vez sea también porque las sociedades (post)modernas han hecho tal esfuerzo por destruir todos los consensos morales, que estos sólo sobreviven en el deporte. Ya no hay acuerdo en nada, y todo –el prestigio intelectual, la religión, incluso la ciencia– está bajo sospecha. Queda el fútbol como uno de los últimos asideros para el afán de gloria nacional, todavía no desarraigado del todo. En contra de lo que se piensa, quizás sería posible encauzarlo para otros fines, no menos nobles.
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