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El intermedio

La Razón
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Los periodos preelectorales se asemejan a los intermedios. El espectador espera, recuerda lo que ya se le ofreció y confía en disfrutar de lo que se le promete. En los intermedios (comparables ahora a las zonas publicitarias de algunas emisiones televisivas) nos levantamos de los asientos y acudimos a tomar algo o aprovechamos para ir al baño. Pero uno de los más graves problemas que nos llegó con al advenimiento de la democracia y la multiplicación electoral –y hace de ello suficientes años como para haberlo podido desterrar– es que nuestro afán de vivir la expectación del cambio nos ha conducido a prolongar en exceso los inacabables intermedios. Nos hallamos, por insatisfechos, decididos al cambio perpetuo. Los partidos políticos favorecen esta sensación de inestabilidad al defender que ellos también, del color que sean, van a cambiar o a cambiarse. Pero, conservadores todos, ellos y nosotros, hacemos buena aquella máxima del conde de Lampedusa: cambiar para que nada cambie. Y, si no podemos evitarlo, lo hacemos impelidos por fuerzas exteriores que nos obligan. No hubiera sido muy difícil darse cuenta de que nuestros gastos colectivos eran superiores a nuestros ingresos. Cualquier ama de casa conoce la simplicidad de este esquema de mercado. Y, sin embargo, han sido los extraños los que nos han forzado al ajuste, al ahorro imprescindible y, en consecuencia, ahora doloroso, porque no fue ésta nuestra intención. En los periodos preelectorales, antes de que los partidos se enzarcen en la crueldad maniobrera del voto, de la descalificación del adversario, de las polémicas agrias y maniobreras, se produce como una calma chicha que –coincidente en esta ocasión con los calores veraniegos y la visita del Papa– augura futuras e inmediatas tormentas.

Vivimos una crisis de proporciones indescriptibles que alcanza a la mayor parte de los países. Ni la economía de los EEUU ni la de Europa crecen como se esperaba, tras sortear tantas crisis sucesivas que vienen desde las finanzas y alcanzan a los pequeños empresarios. Nadie duda de que existe una o varias salidas de este túnel, pero no sabemos muy bien en qué dirección se encuentran y qué caminos debemos elegir para que no se prolongue tanta inestabilidad. Por su cuenta y riesgo, Alemania y Francia se han convertido en portavoces y directores de la orquesta europea ante el silencio y aquiescencia de sus colegas. La música que ofrecen no puede ser rechazada. Todos clamaban en una dirección, en un único gobierno económico en Europa, paralelo al de los EEUU, pero el modelo estadounidense no es el mismo que el europeo, ni siquiera su mentalidad, ni su organización social. Suenan ya en aquel país también tambores electorales y se crecen los republicanos. Pero el año que resta no es comparable a la distancia que nos separa del 20 N. Tampoco el mandatario estadounidense ha gozado de la tranquilidad necesaria para ejercer una política a su gusto. La crisis allí generada ha desbaratado cualquier plan.

Nosotros asumimos, además, el descalabro de una de las patas de nuestro crecimiento y bienestar social, la construcción. Una lenta desaceleración nos hubiera situado en otro escenario. Pero el descalabro morrocotudo nos ha llevado al superparo y al adelanto, aunque mínimo, de las elecciones, al mutis por el foro de Rodríguez Zapatero y a un casi seguro cambio que será otro cambio sobre el cambio que se nos prometió. Pero ¿qué se pretende con tantos deseos de cambio?: cierta estabilidad. Uno desearía poner un telediario o comprar un periódico donde no apareciera la palabra crisis y que no se entendiera como necesario. Sin embargo, es inevitable retornar una y otra vez a ella, puesto que la vivimos como nuestra circunstancia. La tormenta previsible provoca desconfianza, miedos ancestrales. Nada parece seguro. Aquel «pan y toros» de pasados siglos convertido ahora en «consumismo y fútbol» acaba también de quebrar. Salvo que en la reunión de hoy viernes, la Federación y los equipos de primera lleguen a un acuerdo improbable, vamos a quedarnos sin el fútbol, quietos, parados, cuando éste resulta indispensable para una convivencia social estable. El paro sin fútbol es más paro y las elecciones, todavía lejanas, restan en un segundo plano. El aperitivo Madrid/ Barça/ Madrid fue un fuego fatuo, porque lo que cuenta es la Liga y ésta se suma a la frustración de la crisis. Todo nos lleva, como un mandala, a un centro. El tradicional intermedio dura y dura y dura. Acabará el verano y, sin fútbol, los españoles seremos más desdichados, aunque no nos dejemos llevar por el pesimismo bursátil.