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Quien a los suyos se parece

La Razón
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Se viene comprobando estadísticamente que las parejas cada vez retrasan más la fecha de su primer hijo. Esta distancia generacional levanta entre unos y otros un muro de incomprensión. Hay padres viejos, consternados, porque sus hijos les parecen «marcianos», extraterrestres, homínidos, de costumbres indescifrables. –«Este no es mi hijo –o mi hija– sino un criatura degenerada por el mundo. Lo he mandado a la escuela para que me lo conviertan en un facineroso –o facinerosa–. –Mi hijo me ha desbaratado la vida, me ha confundido y me ha creado problemas dramáticos–».

Y más o menos trágicamente, la cosa es así. Y lo será por mucho tiempo, si las costumbres, las condiciones de vida, no cambian. Pero, en la actualidad, hasta se recurre al psiquiatra. Que a lo peor tiene hijos y le ocurre lo mismo. Impotencia social ante un mal en aumento.

Lo que yo creo, ingenuamente, es que la cosa es del todo natural, «fatídicamente natural». Es ley de la Naturaleza, que no podemos combatir ni cambiar. Yo soy hijo de viejos, y lo he superado con fortuna, pero sé que hay otros muchos que no tienen esa suerte: que se sienten a una distancia sideral de los padres. Se lo achacan a la evolución galopante de la civilización. Esos padres les parecen los protagonistas de una película en blanco y negro, absurda y gazmoña. Es una vergüenza ser hijo de unos padres «tan cursis», tan inocentes, tan pasados de moda…

Yo cuento con cantidad de ejemplos, que lo mismo contristan, que hacen reír. Un viejo amigo, «algo pendón» en el aspecto sexual, afortunado amante de mujeres bellísimas, se pirraba por tener un hijo: –«Yo no me quiero ir de este mundo sin tener un hijo». Consideren ustedes esta frase, analícenla espontáneamente: «No se quería ir de este mundo…». Esto quiere decir que, el afortunado varón, ya era un viejo. Y éste lo era de sesenta años.

Le faltaba mucho para ser un padre normal. Sesenta años, maravillosamente llevados, bailando el tango como un profesional y vistiéndose de «diseño italiano». Se lió con una joven, a la que le llevaba casi treinta años o más. Pronto se separaron, pero el hijo se quedó en posesión de un «padre posesivo» hasta no poder más. Dieciséis años más tarde, me encontré con un chaval, que era su hijo.
–«¡Cómo está tu padre?» – «Ya no vivo en casa. No puedo compartir la vida que él lleva y me impone a mí. Vive como un fraile, se priva de todo, escribe sus ideas y se distrae mucho consigo mismo. Quiere que yo lo imite. Así que necesito respirar otros aires, para no morir de aburrimiento».

Esta contestación lo resume todo. En primer lugar, «el demonio, harto de carne…» se vuelve misántropo y hasta frailuno; se priva de todo lo que ha tenido en abundancia, y lo lleva como con la satisfacción de un «liberado». Comer poco a ciertas edades es bien saludable, también es saludable carecer de ordenador y teléfono móvil, entregarse a felices recuerdos y dormir sólo cuando se tiene sueño. Un régimen como para perpetuarse en la vida, ideal para un viejo. Sería antinatural que ningún joven siguiera sus pasos. –«O vives a mi modo, o te vas de casa». El chico llevaba toda la razón. Luego se verá cómo lo supera. Porque también hay que confiar en la naturaleza, y no siempre las cosas se dan mal.

Yo también tuve este problema, porque, no sólo no me fui de casa, sino que quedé prisionero del amor de dos viejos, de los que no reniego en absoluto, pero me volvieron algo monstruito. Me costó trabajo dejar atrás a ese monstruito y adaptarme a la realidad de mi tiempo. Pero les agradezco infinito que hoy me hagan vivir con Maupassant o con Flaubert –que eran padre e hijo en la realidad, que ahora se oculta– como si éstos fueran mis tíos carnales. Y me hubiera encantado tener una aventura con aquellas «chicas de polisón».