Granada

Cazadores de terremotos: la última defensa contra la catástrofe

EN UN SÓTANO de madrid, una treintena de expertos ausculta el subsuelo español para detectar futuros temblores. Así trabaja el equipo que nos protege de tragedias como la que ha matado a 300 personas en Italia.

Cazadores de terremotos: la última defensa contra la catástrofe
Cazadores de terremotos: la última defensa contra la catástrofelarazon

Hace muchos años que Emilio Carreño renunció al privilegio de dormir de un tirón. Cada vez que nuestro país sufre un terremoto de más de 3,5 grados, las réplicas llegan hasta la mesilla de noche del director de la Red Sísmica Nacional. Sea la hora que sea, su móvil se pone vibrar y él no se queda tranquilo hasta que chequea todos los datos y, con la experiencia de toda una vida dedicada al estudio de los seísmos, concluye que la población no corre peligro. «Me despiertan casi todas las noches, en ocasiones tres o cuatro veces, pero siempre compruebo los mensajes», asegura. «Como puedes imaginar, mi esposa está encantada». A primera hora de la mañana, Carreño ya está en su lugar de trabajo: un semisótano del Instituto Geográfico Nacional repleto de artilugios que parecen sacados de un laboratorio de la Guerra Fría. Allí se encuentra el cuartel general de una institución con una treintena de expertos y un objetivo: proteger a los españoles de cataclismos como el que esta semana se ha cobrado casi 300 víctimas en los Abruzos. Y no se trata de un escenario tan remoto como nos gustaría pensar: aunque la frecuencia de los terremotos en la Península sea menor que en Italia, su potencial destructor es semejante. «Una catástrofe así puede pasarnos perfectamente», asegura Carreño con gesto circunspecto. La Red que dirige cuenta con 60 estaciones que auscultan el subsuelo español y envían los datos en tiempo real a la central madrileña. Allí, los técnicos se turnan las 24 horas del día para diseccionar los 4.300 terremotos que se registran cada año. La población sólo percibe una mínima parte, alrededor del cinco por ciento, pero los expertos los analizan todos con igual mimo: cualquier movimiento da pistas sobre el frote de las capas tectónicas y la posible ubicación del siguiente seísmo. En este oficio abundan los momentos de tensión. El año pasado, por ejemplo, Carreño detectó una inusual serie de temblores en el mar de Alborán, frente a la costa almeriense. Era una señal turbadora: allí se encuentra una de nuestras mayores fallas y, por tanto, es un foco de riesgo para la catástrofe. Alarmado, ordenó que una unidad móvil realizase un estudio exhaustivo desde Roquetas de Mar. Y, tras una tensa espera, llegó el veredicto: los movimientos se estaban produciendo en una falla secundaria y, por tanto, menos peligrosa. «Así perdimos el miedo, porque vimos que no iba a pasar nada grave», recuerda. Para los «cazadores de terremotos», esta incertidumbre es una realidad diaria. Por mucho que avance la tecnología, la materia prima de su oficio es un fenómeno imposible de pronosticar. Si acaso, los sismólogos cuentan con un puñado de elementos «precursores» como las emisiones de gas radon, el comportamiento anómalo de los animales o las alteraciones en el nivel de los pozos. Pero el consenso científico es sólido: de momento, predecir cuándo y dónde producirá un temblor resulta utópico. Contra la verdad absoluta Esta semana, sin embargo, esta «verdad absoluta» sufrió un asalto frontal. Días antes de la matanza italiana, el sismólogo Giacchino Giuliani había alertado de un seísmo «inminente» en la zona de los Abruzos. Sin embargo, nadie le hizo caso: las autoridades llegaron a denunciarle por alarmar a la población y le instaron a retirar sus advertencias de su página web. «Lo sabía y sólo pude salvar a mi familia», declaró el apesadumbrado científico, que sostiene que los terremotos pueden pronosticarse con fiabilidad. Además, existe un precedente histórico de una predicción que evitó una matanza. En 1975, el Gobierno chino desalojó la provincia de Liaoning tras detectar cambios en los niveles del manto freático. Un día después, un terremoto de 7,3 grados sacudió la región y, si el Ejecutivo no hubiese intervenido, habría liquidado a 250.000 personas. Pero se trató de un éxito puntualísimo. Al año siguiente, por ejemplo, nadie predijo el terremoto de Tangshan, que segó 650.000 vidas. Y, ese mismo año, la población de Kwantung pernoctó a la intemperie durante dos meses por culpa de un seísmo que nunca llegó. «Los sismólogos podemos hacer relativamente poco: hoy por hoy, la mayoría de los terremotos llegan por sorpresa», admite Carreño. Condenados al fracaso Esa es la gran contradicción del trabajo de los «cazadores de terremotos». Por un lado, se vuelcan en su labor de una forma casi obsesiva y echan todas las horas extra que haga falta. Pero, a la vez, saben de antemano que su actividad está condenada al fracaso. ¿De dónde sacan la motivación para seguir adelante? «Es que lo poco que podemos hacer resulta muy importante», replica el director de la Red Sísmica. «Por ejemplo, cuando se produce un seísmo damos la alerta en cuestión de minutos para que Protección Civil sepa a lo que se expone. Y también señalamos las zonas de más riesgo para que los edificios se construyan con las últimas técnicas sismorresistentes». En el caso español, este mapa sísmico es nítido: los focos de mayor peligro son Andalucía y la parte sur del Levante. De hecho, los expertos de la Red han identificado los puntos más inestables mediante una técnica experimental que mide las tensiones que se acumulan tras cada temblor. En un mapa de la península, Carreño señala las dos localidades más expuestas a un terremoto catastrófico. Pero, acto seguido, pide que no se publiquen sus nombres: son datos confidenciales. ¿No tendrían derecho los ciudadanos a recibir esta información? «No hay que generar alarmas innecesarias», explica. Y argumenta que esta técnica sólo señala dónde puede producirse un temblor, no cuándo ni con qué intensidad. «Si damos demasiados datos, podemos cargarnos la economía local sin ninguna garantía de que acertaremos en nuestras predicciones», explica Carreño. «La gente tiene que saber que estamos haciendo nuestro trabajo y que, si ocurre lo peor, estamos preparados». De hecho, en su despacho conserva exhaustivos planes de emergencia para las distintas comunidades autónomas. Estos tomos detallan los daños que se producirían en función de la magnitud del seísmo y la respuesta que darían las autoridades. De todas formas, sobre todos ellos pende un interrogante: hace tanto que no sufrimos un gran seísmo -el último se produjo en Granada en 1884- que nadie sabe si la normativa sismorresistente resulta eficaz. La cruel estadística Nada le gustaría más a Carreño que jubilarse sin resolver esta incógnita. De todas formas, no es optimista: en teoría, estos temblores se producen cada cien años, así que estaríamos en periodo de descuento. «La estadística no falla y, tarde o temprano, nos tocará un terremoto destructor como el de Italia», asegura. ¿Tiene miedo de que ese día llegue pronto? «Miedo no, porque sé que la Red Sísmica estará preparada para cumplir su labor cuando le toque», dice. «Pero si fuera el jefe de Protección Civil, sí que estaría preocupado».