Constitución
Fuego en la biblioteca
rdió una biblioteca en la «banlieu» parisina de Yvelines, el pasado martes. No es de extrañar. Aquellos que buscaron prenderle fuego no saben de otro libro que no sea El Libro dictado por el Dios a su profeta. En las pérfidas bibliotecas de los infieles se acumula, para el buen creyente, sólo abominación: blasfemia humana contra el Misericordioso. La República atesora su espíritu en los libros. La yihad, en sus cenizas. Y la lógica de un Estado que proclama la igualdad ciudadana ante la ley no concierne al creyente. El yihadista se atiene al Libro. El único. Y a las leyes separadas que, a partir de él, fija la sharía para aquellos que sólo ante Alá responden.
Una estricta economía del poder define las sociedades modernas. Los clásicos la sintetizan en el seco axioma sin el cual la democracia carecería de fundamento: no es admisible jamás, bajo ninguna circunstancia, la existencia de un Estado dentro del Estado. Y cualquier resquebrajadura en el monopolio y regulación de mecanismos constrictivos que al Estado corresponden, de producirse y de no ser atajada, anunciaría el desmoronamiento en avalancha de la compleja red legal sobre la cual se asienta la igualdad ciudadana ante las leyes. Si una entidad o institución de cualquier tipo –religioso, lingüístico, étnico, tribal, político...– puede fijar sus propias reglas de juego en espacios donde las de la ley común son puestas en suspenso, entonces se ha acabado, no ya sólo el Estado garantista; se ha acabado la nación, como lugar de intercambio entre todos los distintos, a los cuales la aceptación de un derecho igual trueca en iguales.
No es un problema específicamente francés. Aunque sea en Francia donde se nos esté dando el espectáculo, con la extrema nitidez propia de las hipérboles. Es un problema europeo. También nuestro, y quizá con el grado más alto de riesgo para los años que vienen, porque aquí la aceleración migratoria norteafricana es máxima y ni una sola medida legal se ha tomado para amortiguar sus más hoscas consecuencias. Islam y Estado moderno –democrático o no– son incompatibles. Porque ninguna autonomía de lo político es contemplada por la literalidad coránica. Una larga amalgama de resignación y dejadez ha ido llevando a los gobernantes franceses de las tres últimas décadas a abandonar, como territorio salvaje, al margen de la legalidad republicana y regido internamente por normas de grupo o tribu, zonas enteras de las grandes periferias urbanas. Y un Estado paralelo se ha ido consolidando allí: mixto de mullahs y maleantes. Los disparos del martes eran previsibles. Y la quema de bibliotecas. Y lo que venga luego. Podemos mirar eso con la arrogante distancia de lo aquí imposible. Pero lo sucedido, hace apenas un mes, en la Cañada madrileña es estructuralmente idéntico. En su fase inicial –y victoriosa–: la exención de ley.
Aquí como allí, la admonición de Alain Finkielkraut debiera avisarnos: «En Francia, cuando un árabe prende fuego a una escuela se le llama rebelión. Cuando lo hace un blanco, fascismo. Yo soy daltónico. El mal es el mal, sea cual sea su color». Y el mal nos pudre. A todos.
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