Ministerio de Justicia

Ibarretxe y la cartera de Sísifo

La Razón
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iene algo más de treinta años y es el hombre que nos ha dado una de las pocas alegrías que hemos tenido en este tiempo de anestesia y de infamia en el que la Justicia se ha convertido en un instrumento táctico, selectivo y electoral del Gobierno. Se llama Fernando García-Capelo y es el brillante abogado del Foro Ermua que se propuso sentar a Ibarretxe en el banquillo y que ha sabido hacer bien todos los deberes que había que hacer para lograr semejante hazaña. Y los ha hecho sin casi medios materiales, robando horas a su bufete y al sueño, trabajando hasta las tantas de la madrugada mientras su mujer le ponía esa cara de cariñoso enfado que ponen las compañeras de los tipos idealistas y con la que tratan de disimular una indisimulable complicidad sin límites. Fernando García-Capelo ha hecho esos deberes entre viaje y viaje fulminante al País Vasco, subiendo y bajando a toda prisa escaleras de la Audiencia Nacional y del Palacio de Justicia de Bilbao con su eterna y aparatosa cartera, compaginando esa causa judicial con otras contra Otegi o Permach o De Juana del mismo idealismo, sin recompensa económica. García-Capelo es el hombre de la eterna cartera y de la prisa.

Y después de todo ese esfuerzo y esas carreras y esos desvelos aquí nos vemos ahora esperando a que el Supremo decida si libra del banquillo al lendakari de Estella, si liquida o no de un plumazo la figura constitucional de la acusación popular –que es la que ha hecho posible esa causa legal– tomando como base de jurispridencia el «caso Botín» y la invalidación del juicio que dictó el juez Gómez Bermudez, ése que le cuenta los secretos profesionales a la parienta para que luego escriba libros.

Aquí estamos, sí, a la espera de que un fallo del Supremo blinde a la clase política para cometer a sus anchas todos esos delitos de los que no es víctima una persona sino la ciudadanía en general; esto es, desde los delitos de desobediencia a las resoluciones judiciales sobre Batasuna hasta los medioambientales o los de corrupción urbanística. Según esa doctrina, sólo el Ministerio Fiscal, cuyo responsable máximo es nombrado a dedo por el Gobierno, tendría potestad para decir si es válida una denuncia contra ese Gobierno o sus intereses.

En las próximas horas, el Supremo puede dar la puntilla a esa separación de poderes que en España es ya una metáfora. Paradójicamente, en esta ocasión Ibarretxe sería el único que obraría correctamente.

Al recurrir al «caso Botín» estaría reconociendo por primera vez al Estado de Derecho y actuando según la ley, aunque busque en ésta la letra pequeña que le socorra, lo cual es lícito en todo acusado.

Me consuela la certeza de que si ese antecedente le valiera a Ibarretxe, García-Capelo encarnaría con sencillez el mito de Sísifo y volvería a empezar a subir de nuevo la piedra –o la pesada cartera– a la montaña de la Justicia.