Literatura

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La digresión novelesca

La Razón
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uestión no menor en la reflexión sobre la literatura es descubrir qué hace de una obra, si no necesariamente un éxito de ventas, sí al menos una lectura que interese a lectores de geografías y culturas distintas. Nadie parece tener la fórmula y no creo tampoco que, de existir, fuera segura y permanente.

Viene esto a cuento porque el columnista lleva meses releyendo y leyendo novelas del siglo XIX y es notoria la ausencia de traducciones a lenguas extranjeras de nuestras novelas. Cuando Cecilia Böhl de Faber, trasliterada en Fernán Caballero, escribe «La gaviota», piensa en que debe explayarse más en algunas descripciones para la mejor comprensión por parte de los lectores extranjeros. Incluso llega a incluir una nota a pie de página en la que explica que si una descripción es un poco larga, la mantiene «quizá por un presentimiento de que esto tendría interés para los extranjeros que no conocen nuestros bellos y magnos edificios religiosos».

En la novela española, del siglo XIX y también la posterior, debe de haber alguna característica que la hace ininteresante a los ojos de los extranjeros, porque no es fácil encontrar explicación a que sí se hayan traducido obras de literaturas de menor trascendencia. Tiene que ser algo que resulte incomprensible o carente de atractivo, algo que no signifique en verdad nada para los lectores foráneos. Cada vez me inclino más a pensar que se trata de esas caídas en el costumbrismo que, de la Caballero a Cela, y de Pérez Galdós a Muñoz Molina, resultan habituales en nuestra novelística. No llegan tales páginas a mostrar la particularidad del relato exotista ni alcanzan el valor de la descripción generalizable del realismo. Responden a un tipismo localista que más desorienta que sitúa, más extraña que centra la acción.

Ricas en datos y curiosidades, esas descripciones de lugares o costumbres retardan la acción sin aportar elementos contextuales significativos. No se libra de ello muchas veces ni siquiera Pérez Galdós, y mucho menos Leopoldo Alas, que incorpora numerosas escenas marginales a «La Regenta». Sé que muchos lectores me dirán que esas escenas marginales son riquísimas y permiten trazar la vida de provincias, pero también distraen del motivo principal que es, probablemente, el que buscan seguir los lectores acostumbrados a narraciones más directas.

 

Jorge URRUTIA