Aborto
Los hijos no son una enfermedad
o piensen ustedes que estamos viendo una de aquellas antiguas películas, mudas y en blanco y negro, en las que unos siniestros personajes maquinaban la manera de acabar con unos pobres niños indefensos atemorizados por el miedo. La realidad ha superado con creces las abundancias de la imaginación.
Clínicas abortivas con máquinas trituradoras, falsificación de documentos, intrusismo médico, gruesas cifras de euros ... Increíble, pero cierto. Ahí están los personajes, las horribles acciones exterminadoras llevadas a cabo y el número de personas aniquiladas. Los que no pueden comparecer, para su propia defensa, son los más inocentes: esos miles de niños materialmente triturados.
Es que el bienestar personal, social o económico lo exige. Éste es el principio que llenó los campos de concentración y las cámaras de gas en capítulos de la historia para no recordar. No se quiere al hijo por molesto, por incordio inoportuno, por ser un agresor y enemigo del que hay que defenderse.
Se presume diciendo que la ley del aborto es una respuesta a la situación angustiosa de muchas mujeres. A juzgar por el número de abortos practicados, se podría temer que hay una auténtica epidemia de «angustiosis». Mas, por otro lado, con los datos en las manos y las motivaciones personales declaradas, es muy difícil que se pueda creer lo de la pandemia.
El individuo, la persona tiene derecho a que se proteja el curso de su vida y a que no se le impida el desarrollo y la madurez. Eliminar al hijo no es, en absoluto, un derecho de la madre. El feto tiene una identidad propia, incuestionable derecho a vivir. Una cosa es que viva en ella y otra que sea una especie de esclavo con el que se puede actuar al antojo y medida, que gusta o no gusta, sirve o no sirve.
Estamos asistiendo a un lamentable espectáculo de contradicciones: se reivindican, una y otra vez, y en toda justicia, los derechos de la persona y su libertad, al mismo tiempo que se niega el derecho a vivir en razón de una libertad individualista ilegítima. «Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás» (Evangelium vitae 20).
Como remedio al mal se inventó lo del «póntelo pónselo». Los nefastos resultados están a la vista: aumento de los embarazos no deseados y del número de abortos. Es que se ha hecho del aborto una cuestión política. Se negocian plazos de legalidad, espacios abortivos, médicos incentivados... ¿No sería preferible disponer de una buena educación sobre el respeto a la persona en todas y cada una de las fases de su existencia? ¿Una educación social y sexual adecuada y responsable? ¿Por qué no se ofrecen centros de acogida, ayudas económicas, sistemas de adopción para los hijos no deseados?
Sorprende también, y no poco, que quienes más apoyan esas contradictorias medidas políticas sean grupos que, en principio, debían tener una gran sensibilidad social con las personas y las clases más débiles. Y, en este caso, la mujer, que es la que va a sufrir las consecuencias más lamentables. El verdadero progreso debe asegurar aquellas condiciones en las que nadie tenga que encontrarse en una precariedad tan extrema, que necesariamente tuviera que abortar como único remedio a su situación. El progreso es protección y ayuda al hombre, no su destrucción.
De una manera un tanto interesada, se ha querido hacer de la oposición al aborto un asunto casi estrictamente religioso. Benedicto XVI dijo no hace mucho: «El derecho humano fundamental, el presupuesto de todos los demás derechos, es el derecho a la vida misma. Esto vale para la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. En consecuencia, el aborto no puede ser un derecho humano; es exactamente lo opuesto. Es una profunda herida social... No se puede permitir que los hijos sean considerados como una especie de enfermedad».
El aborto es algo incuestionablemente humano, que afecta al mismo valor y derecho del hombre y de la mujer a vivir. Cuando en su escala de valoración una sociedad no pone en primera posición a la persona y la defensa de su dignidad y derechos, todas las aberraciones éticas son posibles. El deseo de ganancia a toda costa, el aplauso político demagógico y la violencia en todas sus formas y modos son posibles.
La Iglesia no sólo expone claramente su forma de pensar sobre el aborto, sino que ofrece sus instituciones para cuidar de la vida, para educar en los valores y virtudes más fundamentales, para denunciar tan flagrante injusticia y para defender los derechos y dignidad de la persona, particularmente de los más débiles. La Iglesia no ha dudado en momento alguno en decir que entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso.
* Cardenal Arzobispo de Sevilla
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