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Niño guapo

La Razón
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Ya no tiene mucha resonancia el boxeo en los ecos de sociedad, y quien quiere hacer una glosa de la soledad del hombre frente a su sombra y el aliento del peligro en distancia corta prefiere irse a Barcelona a luchar con la reventa para echarle flores a José Tomás. Caen en el olvido nuestros campeones, Legrá, Perico Fernández, Velázquez, o, incluso, los que disfrutaron de fama en las páginas dicharacheras, como Pedro Carrasco y su boda con Rocío Jurado, y luego la peluquera Mosquera, o el potro de Vallecas, Poli Díaz, cuando iba de la mano de Sarasola y se codeaba con toda la jet del felipismo. Cuando las veladas parecían saraos de alto copete y hasta Pilar Miró las televisaba en hora estrella. Hoy parece que interesan más los combates entre los parientes de la cantante o el divorcio de Gigi que el noble deporte del pugilismo.No importa. Para la fiel infantería de la afición quedan batallas épicas entre campeones como Huracán Navascués y Javi Castillejo, y a falta de «beautiful people», aquí tenemos nada menos que al Niño Guapo, Gabriel Campillo, elegido para la gloria, en actual posesión del título mundial de los semipesados por la WBA, logrado en arduo y discutido choque con el «Pigu» Garay en Santa Fe, Argentina. El Niño Guapo sabe lo que es partirse la cara sin temor a mirarse al espejo, donde contempla su sombra veloz burlada en fintas. Es duro de hígado y mentón, hecho con el material noble que no se quiebra ni acaba con el mecanismo sonado, posee el arte sublime de la elegancia violenta que hace grandes a atletas humildes. «Mi sueño es comprarme un piso para caerme muerto», ha dicho. Un aforismo que resume desde el ring toda una filosofía del siglo XXI.