Testigo directo
“Ahora que dejo a mi familia a salvo, puedo ir a luchar a Kiev”
Esta ciudad al oeste de Ucrania se trata de uno de los puntos de paso más importantes para los refugiados con destino a Polonia y Hungría
Olena apenas tiene tiempo para contestar a las preguntas. Está demasiado ocupada apuntando los nombres de los refugiados que pronto subirán en un autobús desde Leópolis con destino a la frontera polaca. Mujeres y ancianos murmuran su nombre y apellidos junto con su ciudad de origen. “Cada tienda de la Cruz Roja cuenta con tres voluntarios que se encargan de recopilar la información de los refugiados, para luego buscarles una vía de salida, ya sea en tren o en autobús”, dice Olena sin dejar de escribir. “Y no, no sé cuántos nombres he apuntado hoy. Quizá cien”. Pero aclara que solo las mujeres, los niños y los hombres que no están en edad de luchar pueden aparecer en el cuaderno manoseado que sujeta, escritos con el bolígrafo azul que nunca olvidará. Olena dice que nunca olvidará ese “estúpido bolígrafo”.
La catástrofe humanitaria que sufre Ucrania, las explosiones y los chillidos que siguen a los tiroteos transmutan entre los murmullos de los refugiados y cobran una forma física e imborrable, impresos en esa lista infame. Olena sonríe con esfuerzo a quienes se acercan a ella y les señala dónde podrán conseguir alimento y té caliente gratuito, antes de mandarles subir al autobús con destino aleatorio, hacia alguno de los puntos fronterizos que Dios sabrá cuándo cruzarán de regreso.
Una furiosa ola de jóvenes voluntarios leopolitanos, adolescentes con la cara cogestionada por el esfuerzo y marcada con los granos de la primera juventud, cargan a la carrera con cajas llenas de alimentos para subir al próximo tren que abandonará la estación, montan bocadillos de salami que pasean con bandejas (como camareros en cóctel de gala) entre las familias hacinadas. La escena es abrumadora. Hace seis días que los jóvenes de Leópolis dejaron de ser niños para siempre. Martha es una joven que estudió en Valencia y que habla un español impecable. Sonríe sin parar mientras prepara los bocadillos. “No quiero ir a España, no, yo solo quiero estar aquí ayudando todo lo que pueda”. Luego reflexiona. “Bueno, sí, querría ir. Pero quizá más tarde”.
Asegura que muchos restaurantes de la ciudad han cerrado al público y que todo lo que cocinan lo llevan al Ejército ucraniano. Son los militares quienes se encargan de repartir luego la comida entre los voluntarios, y ellos terminan entregándola a los refugiados.
Familias en estado de disolución
Entre los que huyen a Polonia se encuentran Yusuf y su esposa. Él es marroquí y ella ucraniana, una mujer silenciosa que mira a su alrededor con felina suspicacia. Yusuf está indignado porque “todos los que no son europeos o ucranios que no tengan permiso de residencia para la Unión Europea, tienen la obligación de abandonarla antes de quince días”. Y Yusuf no sabe qué hacer después de haber dedicado los últimos once años de su vida a un restaurante de kebab a las afueras de Járkov. Dice que los bombardeos lo destruyeron ayer. Desolado, afirma que no puede volver a Marruecos con “las manos vacías porque sería humillante”. Además, él salió de Marruecos para enviar dinero a sus padres pero ahora tiene que seguir enviando dinero a sus progenitores y también a los padres de su mujer, que se quedaron en Járkov. “No tengo dinero y sin embargo tengo que enviar el doble que antes”. Consolarle es imposible. Su mujer no dice una palabra en toda la conversación.
Una imagen común en la marea humana que inunda la estación de Leópolis son las despedidas entre hombres alistados y sus familias. Al ser jóvenes en su mayoría, muchos son padres de bebés sonrosados empaquetados en abrigos y que no entienden mucho de lo que ocurre. Todor y su esposa Sonia acaban de llegar con su bebé en un autobús que salió hace tres días de Járkov. Llevan consigo nada más que lo imprescindible, de manera que Sonia pueda cargar por sí misma con el bebé, los pañales y una pequeña mochila con ropa y comida para dos días. Todor sostiene una mirada imperturbable cuandoexpresa que “una cosa es luchar por mi país y otra muy diferente es abandonar a mi familia. Ahora que sé que mi familia está a salvo, puedo volver a Kiev con la cabeza despejada”. No le preocupa la suerte de su mujer en Polonia porque tienen familia esperando al otro lado.
Todor calla y mira con fijeza a su esposa. Olvidan que haya nadie mirando y se enzarzan de golpe en un beso prolongado y desesperado que les distancia durante unos segundos del trajín que les rodea. Todo el mundo aquí comparte la pregunta que se hace Todor tras despedirse de su mujer, cuando puede permitirse ser débil otra vez: “Y toda esta gente que ahora huye, ¿sabe alguien cuando regresará?”.
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