Tragedia aérea en Ucrania
El gran dilema de Vladimir Putin
La tragedia del MH17 puede dar un giro a su estrategia. Su aspiración al liderazgo mundial se tambalea
¿Quién lo hizo? Con un 99% de probabilidad, por error, rebeldes ucranianos, separatistas prorrusos, con misiles que les proporcionó Moscú. A continuación vienen las consecuencias.
En los primeros momentos los rebeldes lo proclamaron ufanos, para su desgracia, en la imborrable internet. Luego fueron captados diciendo por teléfono que no había el menor signo de que los restos fueran de un avión militar, y también atribuyendo el hecho a «cosacos» de entre sus filas. Más tarde afirmaron que ellos no tenían misiles con un alcance tan alto. Periodistas occidentales habían dado cuenta hacía poco de haberlos visto en la zona de disparo. Unos días antes derribaron un avión de carga ucraniano a una altura no tan elevada, pero que requería el armamento en cuestión. A menos altitud, lo han realizado ya varias veces. Muy recientemente reivindicaron haberlo hecho con un caza y un helicóptero. Han dicho que tienen las cajas negras y que las envían a Moscú. Otros aseguraron que se las entregarían a la OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa).
La prensa rusa oficial, que es la casi totalidad, ha hecho toda clase de piruetas para escamotear y disfrazar la noticia. Putin no ha negado nada, pero ha culpado a Kiev, por mantener la lucha contra los separatistas. Su representante en Naciones Unidas ha ido más allá. Negó toda participación y acusó a las autoridades ucranianas por mantener los vuelos por zona de conflicto, al tiempo que vapuleaba a Estados Unidos y Europa por apoyarlos. Algunas compañías aéreas habían contorneado el área, pero otras, voluntariamente, siguieron manteniendo la misma ruta.
Obama, que el día anterior había incrementado las sanciones contra Rusia por su continuo apoyo a los rebeldes, ha eludido las acusaciones concretas, pero ha calificado la pérdida de vidas como «una atrocidad de proporciones indecibles». «No es un accidente...sucede por el apoyo de Rusia». Su embajadora en la ONU ha sido más específica en la atribución de culpas. No parece que pueda saberse más mientras no se realice una investigación, si no ha producido destrucción de pruebas decisivas.
El conflicto en el Este de Ucrania había entrado en una nueva fase después de la elección de Poroshenko como presidente, por mayoría absoluta, en primera vuelta, a finales de mayo. Putin no consiguió evitarlo. La propaganda rusa de que el Gobierno de Kiev es una junta golpista y fascista no desapareció, pero perdió fuerza. Los espectaculares avances yihadistas en Irak y el reavivamiento del conflicto israelí-palestino, hicieron desaparecer el tema ucraniano de la primera página de los periódicos. Putin dejó reposar las aguas retirando tropas de la frontera, pero Poroshenko decidió apagar el farol del Kremlin, plantándole cara en el turbulento este del país, lanzando al asalto de las posiciones rebeldes a un Ejército en mucho mejor forma de lo que lo había estado en la fase inicial del conflicto. La pequeña Slavianks, centro neurálgico de la rebeldía armada, fue tomada a tiro limpio, y a sus defensores se les permitió salir huyendo hacia Donetsk, capital política del separatismo.
Ese fracaso sacó a la luz las divisiones entre los independentistas, jamás un conjunto coherente y disciplinado, y sus más y sus menos con Moscú. Strelkov, flamante ministro de defensa y estratega de la sedicente «República Popular», ruso y retirado de la Inteligencia militar de su país, se insinúa ahora como rival de Putin en las no muy próximas elecciones, acusándolo de haber dejado tirada a la resistencia prorrusa en Ucrania, incumpliendo sus promesas de ayuda. Strelkov –es un pseudónimo– recibe desde Moscú el apoyo de Alexander Dugin, hasta hace muy poco el ideólogo de cabecera del eurasianismo de Putin, y ahora caído francamente en desgracia, cuando Putin quiere poner sordina a un asunto que empieza a darle más quebraderos de cabeza que alegrías.
«Como una mosca»
Por el contrario, los leales putinistas amenazan al hasta hace poco hombre de confianza sobre el terreno con «aplastarlo como una mosca». Las nuevas sanciones americanas, y más las que pueden venir, ya no son tan simbólicas como las iniciales, y los europeos tendrán también que hacer algo en esa dirección. Crimea y los amenazadores desplantes a europeos y americanos pusieron los índices de aprobación de presidente ruso en un soñado 82%, pero, al mismo tiempo, el 73% rechaza una intervención militar que pueda implicar al país en una guerra.
Putin se encuentra ahora en un dilema. Tanto volver en la agresiva línea seguida hasta ahora, como dar marcha atrás puede suponerle un alto coste político, así en el interior como entre los rusos de los países vecinos surgidos con la descomposición de la URSS, de los que se había erigido en paladín. De forma harto significativa, ha pedido a su Parlamento que le retire la autorización para intervenir a favor de esa diáspora, lo que ha obtenido con la misma unanimidad con la que se le había concedido lo opuesto. También su prestigio internacional como gran líder eurasiático puede verse conmocionado.
Lo peor para él sería que por fin Occidente reaccionase y empezase a tomarse en serio la defensa, con los sacrificios económicos que eso supone, y los principios y compromisos de la Alianza Atlántica que la encarna y de su organización político-militar, la OTAN, aunque en su desprecio por la pusilanimidad occidental, muchas más y todavía más graves cosas tienen que pasar para que Putin llegue a concebir temores en ese sentido, por desgracia, con toda la razón del mundo.
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