Historia

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El turbio asalto a la falsa embajada de Finlandia

Félix Sánchez Redondo fue testigo directo de aquel episodio que puso en entredicho la credibilidad internacional del Gobierno de la República durante la guerra civil. Este madrileño puede ser, a sus 89 años, el último superviviente de ese extraño suceso

En el recuerdo. Félix Sánchez sujeta los retratos de sus padres, con los que se encontraba tras el asalto. Su progenitor fue detenido sin acusación oficial.
En el recuerdo. Félix Sánchez sujeta los retratos de sus padres, con los que se encontraba tras el asalto. Su progenitor fue detenido sin acusación oficial.larazon

Diciembre de 1936. Apenas seis meses después del inicio de la Guerra Civil española, la República es un caos. El Gobierno se ha trasladado a Valencia pero la capital sigue siendo Madrid.

Diciembre de 1936. Apenas seis meses después del inicio de la Guerra Civil española, la República es un caos. El Gobierno se ha trasladado a Valencia pero la capital sigue siendo Madrid. Esa dicotomía había convertido a la Junta de Gobierno madrileña en un mando plenipotenciario y todopoderoso, con jurisdicción únicamente local, pero que, a la postre, hizo las funciones de un gobierno paralelo. Su extremismo fue creciendo a medida que el golpe de Estado se consolidaba, en ocasiones degenerando en un poder peligroso de facciones, muchas veces enfrentadas, que actuaban individualmente y bajo la premisa de hechos consumados. En este clima, las checas, los paseíllos, las sacas, las detenciones aleatorias y los encarcelamientos masivos sin presunción de inocencia se extendieron sin control por toda la ciudad y las actividades de represión se fueron sistematizando tras unos primeros compases en los que los actos violentos eran aislados, aunque muy cruentos. Especialmente tres de ellos: los 38 guardias civiles ajusticiados frente al cementerio de Vicálvaro, las 28 monjas adoratrices fusiladas en el cementerio del Este y, para culminar la barbarie, los fusilamientos indiscriminados en Paracuellos. En Madrid, como en muchas otras partes del país fuera de un color u otro, la vida se desarrollaba en el filo de una navaja, con violencia desatada a su alrededor, roja o azul, daba lo mismo para una población civil aterrada y confundida, cuyo único afán era sobrevivir. Félix Sánchez Redondo apenas tenía seis años. Compartía juegos con dos hermanas y vida con unos padres «que nunca se habían metido en política», asegura. Pero eso no garantizaba inmunidad en aquellos años de sospechas puerta a puerta. Hoy tiene casi 89, pero nada de lo vivido aquellas fechas se le ha borrado de la memoria. «Yo era muy pequeño, pero todavía tengo escalofríos cuando recuerdo las necesidades y el hambre que pasamos, sobre todo el miedo». Félix se refiere al miedo inconsciente que te provoca sospechar de todo y de todos. «Teníamos la sensación de que nadie estaba a salvo». El frente ejerció una enorme presión sobre la capital en los primeros meses. Los sublevados intentaban una victoria rápida que evitara un conflicto largo y bestial que desangrara el país. No lo consiguieron. Al grito de «No pasarán!», las fuerzas leales a la República, al mando del general Miaja, estabilizan el frente y evitan la toma de la ciudad. La guerra ya no será relámpago, se presenta con un final incierto, sin fecha en el horizonte y con mucha sangre por derramar. Los madrileños se preparan para sufrir. Caen las primeras bombas, muchos edificios se derrumban y los primeros muertos yacen. El hambre acecha y la miseria se cierne sobre los más débiles. «Nos habíamos quedado sin casa por culpa de un bombardeo que la había destruido. Estaba en la calle Espoz y Mina nº15, que colindaba con el patio de los almacenes Simeón», explica Félix con la mirada un tanto perdida, intentando recordar. «Los republicanos tuvieron la brillante idea de colocar en su azotea un cañón antiaéreo, por lo que se convirtió en objetivo militar. Esa fue nuestra perdición. Los nacionales realizaron un ataque para intentar volarlo, pero fallaron y le dieron a nuestra casa».

Un lugar donde dormir

Fue por la noche. Su familia dormía. A medianoche sonaron las sirenas y se oyeron algunas explosiones. Félix y sus hermanas, Cloti y Gloria, se asustan y corren a la habitación de sus padres, que les hacen un hueco en su cama. En ese momento una terrible explosión destruye parte del edificio con ellos dentro. Todos los vecinos perecen salvo su familia, que salva milagrosamente la vida al tener sus dormitorios en la parte exterior del edificio, lo único que queda en pie. «Nos quedamos en un segundo sin nada, en la calle». Vagando por las aceras, a su padre le hablaron de que en la embajada de Finlandia acogían a refugiados que no tenían donde ir. No se lo pensaron. Era invierno, de los de antes, y necesitaban un lugar donde quedarse. «Yo no sabía que era una embajada ni nada. Solo que teníamos un sitio donde dormir, calentarnos y comer». En ese ambiente, hostil y sangrante, abrió Félix los ojos a un nuevo día. Era 23 de diciembre. Hacía frío, mucho frío. El sol estaba alto pero no calentaba. Un viento gélido recorría las calles del barrio de Salamanca y un heterodoxo grupo de personas se apretaba frente a una estufa económica que calentaba lo justo bajo una escalera destartalada. Félix y su familia se habían refugiado en un edificio adscrito a la legación finlandesa situado en Velázquez. Decenas de españoles que allí sobrevivían lo habían perdido todo o intentaban huir de la persecución política. Desde la inteligencia miliciana consideraban a algunos de estos edificios con inmunidad diplomática centros de quintacolumnistas que buscaban la desestabilización desde dentro del Gobierno republicano. Informes oficiales hablaban incluso de «nidos de espías». Con este panorama y tras los hechos ocurridos en la embajada alemana y en otro edificio consular finlandés –asaltados el 18 de noviembre y el 3 de diciembre, respectivamente–, los milicianos dieron un paso más. «Estaba correteando con mis hermanas, ante la atenta mirada de mis padres. La gente charlaba a nuestro alrededor en un clima de aparente normalidad. De repente oímos dos explosiones. Saltaron los cristales de las ventanas, nos echamos todos al suelo y empezamos a llorar». En ese momento, un grupo de milicianos armados entró en el edificio y ordenó salir a todos. Muertos de miedo se agolparon unos contra otros sin tiempo para recoger las pocas pertenencias que habían podido reunir y salvar de la desgracia. Separaron a las mujeres de los hombres –según las órdenes de la Consejería de Orden Público, órgano que autorizó el asalto, al mando de Santiago Carrillo– y los mandaron salir del edificio. Los niños se quedaron con ellas. Todos fueron retenidos y la mayoría encarcelados. Las sospechosas de pertenecer a «grupos facciosos» ingresaron en el centro de detención del Asilo de San Rafael y los hombres en San Antón. No hay cargos, solo prisión por sospecha.

«Todo tiene su trámite»

El padre de Félix, sastre de profesión sin filiación política alguna, da con sus huesos en una sórdida celda junto a decenas de compatriotas. No hay acusación oficial. Allí pasará varios meses, sin juicio ni cargos contra él. «Íbamos a verle. Estaba muy delgado, pero parecía que estaba bien. Mi madre preguntaba siempre a los funcionarios que cuándo iba a salir, pero todas las veces le decían lo mismo: ''Todo tiene su trámite''».

Su esposa, Clotilde Redondo, tuvo más suerte, si se entiende por suerte quedarse en mitad de la calle la víspera de Nochebuena, sin rumbo, con tres mocosos colgados de sus brazos y su marido encarcelado. «Aún recuerdo el gesto espantado de mi madre sin saber dónde ir ni qué hacer. Acabamos debajo del hueco de la escalera que nos dejó una portera que se apiadó de nosotros».

Félix aún se emociona cuando afloran estos recuerdos y señala como uno de sus días más felices cuando su padre salió por fin de prisión. «Le salvó que antes de la Guerra era sastre de varios funcionarios y uno que estaba en el presidio le vio y le preguntó que qué hacía allí. Tras contarle su odisea, aquella persona le dijo: ''Espera, que eso lo resuelvo yo''». A los pocos días le pusieron en libertad de la misma forma que ingresó: sin explicaciones. «Gracias a aquel funcionario, al que nunca más volvimos a ver, salvó la vida. Todos los días veía cómo a compañeros de prisión se los llevaban y ya no volvía a verlos nunca más. Pensaba que un día le iba a tocar a él». Han pasado 83 años, pero la memoria y el recuerdo de aquel niño de seis se mantiene nítida sobre aquellos días terribles. «Mi padre siempre denunció que aquel asalto estuvo dirigido por Carrillo y sus milicianos de corps. Los que allí estábamos no habíamos cometido ningún delito, allí nunca hubo armas ni nadie violento ni sospechoso, sólo familias que huíamos del horror y la miseria. Nadie luchó durante el asalto, ni sacó un arma, ni usó la violencia. Era todo mentira, allí no había espías». A punto de cumplir 89, Félix lo ha visto prácticamente todo, pero se queja de que no hayamos aprendido nada de nuestra historia pasada. «Mi casa la destruyeron los nacionales y nuestra vida casi la destrozan los rojos. Ahora, muchas veces, siento que estamos volviendo a aquellos tiempos y que nuestro país sigue siendo el mismo. Parece que no hemos aprendido nada».

La crisis de las embajadas

El 18 de noviembre de 1936, Alemania e Italia reconocen oficialmente al general Franco como legítimo representante del Gobierno español. La República no tardó ni 24 horas en ordenar a ambas legaciones en España que abandonaran nuestro país. La embajada alemana contaba en ese momento con 20 integrantes, entre funcionarios y familiares, y un número cercano al medio centenar de españoles que se había refugiado en sus dependencias. El 23, sin esperar a su desalojo, la asaltan. Los ciudadanos allí refugiados son encarcelados y los funcionarios alemanes expulsados a la frontera.

En este clima de crispación, y ante la inacción del resto de legaciones internacionales, que prefirieron no enturbiar más la situación y no denunciaron aquel ataque –hay que tener en cuenta la tensión prebélica que vivían las grandes potencias europeas frente al régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler– , se produjo un segundo incidente, el que que fue recogido por la historia como el primer asalto a la embajada de Finlandia, aunque realmente era solo un edificio de la calle Fernando El Santo, adscrito a la legación finlandesa. El 3 de diciembre, la Consejería de Orden Público ordena el asalto de las intalaciones diplomáticas. Francisco Cachero actuaba como secretario honorario y encargado del viceconsulado, ya que en ese momento no había ningún representante del país nórdico en Madrid. Con la excusa de que desde uno de sus balcones se habían lanzado dos artefactos explosivos contra miembros de las milicias que se hallaban frente el edificio, las fuerzas gubernamentales entraron por la fuerza. No hubo resistencia, por lo que no hay constancia de ninguna víctima. Según la documentación oficial del registro, dentro del edificio se encontraban 400 personas, todos ellos españoles, 185 mujeres y 345 hombres, algunos de ellos niños. Muchos fueron encarcelados. El 23 de diciembre se produce un nuevo asalto, esta vez a otro edificio con bandera finlandesa en la calle Velázquez, donde se encontraba Félix Sánchez y su familia. Todos los hombres terminaron en prisión.