Ruanda

Un euro al día: la escurridiza fortuna de los pescadores del lago Kivu

Once pescadores se zambullen en las silenciosas aguas de uno de los mayores lagos de África, donde ganar un euro diario es una posibilidad remota

Pescador del lago Kivu.
Pescador del lago Kivu.Alfonso MasoliverLa Razón

La vida de los pescadores de las aldeas colindantes al lago Kivu parece fácil, aunque es miserable. Ellos no tienen que enfrentarse a los peligros del mar que amenazan a sus coetáneos de agua salada, ni sus embarcaciones sufren los guantazos del oleaje, y cada tarde salen a faenar con la profunda convicción de que no terminarán hechos añicos contra unos escollos camuflados entre la espuma. Aquí apenas hay viudas que lloren a los pescadores, como no sea la viuda de un hombre muy torpe. Se limitan a esperar a que el sol se hinche y se sonroje, próximo a zambullirse en las entrañas de la tierra. A última hora de la tarde cargan sus vistosas embarcaciones con la soltura que concede la rutina: arrojan sobre cubierta las redes recién remendadas y las lámparas de gas, saltan los once tripulantes que conforman cada cuadrilla. No necesitan complejos sistemas de radioni de navegación para orientarse en la sencilla geografía del lago.

Cada día se repite con extraordinaria exactitud; tanto, que un mes apenas parece un día muy largo, un año es como un mes muy largo, una década es un año muy largo y una vida sólo es un suspiro muy largo que por fuerza tiene que terminar. Los pescadores hunden sus remos de madera en el agua y comienzan a alejarse de la costa, a la que siguen el ritmo que marca una canción entonada por la mano derecha del capitán. Mientras canta, éste golpea a ratos el borde de su barca con el remo, silba y flexiona los músculos esculpidos tras décadas removiendo la inmensa masa de agua. Canta: “¡Remo, remo, sigo remando, remo, remo, no dejo de remar, remo, remo, sigo remando!”. Así hasta que dejan de remar y lanzan las redes.

Esta obstinación por remar sería en realidad la plegaria definitiva a los antepasados que remaron con idéntica fijeza en los tiempos anteriores, una adoración basada en la continuidad de su lucha, que es en definitiva una persecución generacional de la suerte que bucea por las profundidades del lago. Este canto de apariencia sencilla se trata de una tradición fundamental para el buen funcionamiento de los barcos que salen con el atardecer a faenar en el lago Kivu. Cada cuadrilla de pescadores la conforman tres balsas unidas entre sí por medio de largos troncos (siendo la embarcación del centro donde van el capitán y su segundo, además de la de mayor tamaño), y bastaría la mínima pérdida de coordinación para que una de las balsas se adelante demasiado y arme un desbarajuste que les haría perder toda una noche de pesca.

Reman todos y sólo canta uno. Los tripulantes tienen entre 15 y 45 años. Puede que los músculos de los más jóvenes serán más flexibles, pero también se cansan antes. El capitán dedica el tiempo que tardan en llegar a la zona de pesca a preparar las redes y las lámparas que utilizarán más adelante para atraer a los mosquitos que les harán de cebo. Los días que hay menos luz de luna son los mejores para pescar, mientras no se molestan siquiera en salir los días que hace luna llena. El capitán comenta medio en broma medio en serio que “los días de luna llena parece que los mosquitos están más preocupados por volar a la luna que por tocar la luz que nosotros preparamos”.

El segundo de a bordo se encarga de coordinar el lanzamiento de la red.
El segundo de a bordo se encarga de coordinar el lanzamiento de la red.Alfonso MasoliverLa Razón

La caza

Y llegan al punto de pesca, la canción se interrumpe. El segundo de a bordo comienza entonces una serie de ágiles maniobras dignas del mejor equilibrista. Utilizando sus pies como si fueran manos se desplaza de una barca a otra a través de los troncos, dando órdenes y ayudando a colocar la red, de manera que siempre quede situada por debajo de las tres barcas. Una vez que la red queda bien colocada, el capitán enciende las lamparitas de gas a los lados de la balsa central y se sientan a esperar.

Diez minutos. Quince, veinte minutos. Cuando las lámparas llevan cerca de treinta minutos encendidas, una nube de mosquitos comienza a apoderarse de la atmósfera y el silencio del lago se ve roto por los ocasionales manotazos para ahuyentar a los que zumban en dirección a la carne humana. Una hora. La nube de mosquitos aumenta, eso si la luna no les distrae. Una hora y media: los mosquitos empiezan a percatarse de la trampa que les han tendido los pescadores, pero es demasiado tarde. Ya no tienen fuerzas ni voluntad para regresar a descansar a tierra firme. Pronto les vence el cansancio del revoloteo y se desploman incapaces sobre la superficie del agua, donde sólo les queda ahogarse sin ofrecer resistencia.Los manotazos cesan y el silencio regresa al lago Kivu. Llegados a este punto de la pesca, el silencio debe ser absoluto. Es ahora cuando los pececillos se acercan a la superficie para picotear los mosquitos, un manjar, y caer ellos también en la emboscada trenzada que, muy lentamente, suben los pescadores de regreso a las barcas. Muy lentamente. Muy lentamente. Sin hacer un ruido. Tan sólo en el último momento y tras un alarido seco del segundo, los pescadores tirarán con fuerza del último trecho que queda de red y arrojarán los pececitos menos espabilados sobre la cubierta machacada de las balsas. Aquí caen como gotas de una lluvia viscosa los diminutos peces de las especies Raiamas moorii y Barbus apleurogramma, parecidos a los boquerones, aunque los días de suerte puede caer alguna que otra tilapia.

Este procedimiento se repite cuatro o cinco veces cada noche, antes de que asome el sol de vuelta y sea la hora de regresar a casa. El botín de los pescadores es mínimo, lo que hace de su vida una miserable: el mejor de los días no pescan más de 5 kilos de estos pececitos esmirriados, que se pagan a 4.000 francos ruandeses el kilo; lo que significa que en el mejor de los días les tocan a los pescadores 17 euros para compartir entre ellos. Un euro diario por barba, teniendo en cuenta que el capitán cobra más que el resto. Un euro por barba en los mejores días. 365 euros al año si todos los días fueran como la Navidad y nunca brillase la luna llena. Si a esto le restásemos los 5.200 euros que gastan en las balsas, el equipo de pesca y las redes, además de los habituales momentos en que, según el capitán, la policía mata las horas largas de la noche extorsionándoles, ¿a cuánto se quedan?