Ruanda
Riñas de frontera: “los congoleños son unos salvajes” versus “los ruandeses son unos ladrones”
Las conversaciones sostenidas con los militares de la frontera entre República Democrática del Congo y Ruanda dejan entrever profundos sentimientos de injusticia
Las diferencias que demarcan los seres humanos tienen su representación perfecta en una frontera. Porque todas las justicias e injusticias posibles recorren a sus anchas centenares de kilómetros hasta que, llegados a una frontera, ¡zas! Se estrellan incapaces contra los sellos del visado y los trámites aduaneros. Dineros y oportunidades terminan en la línea de frontera. Las guerras de Putin terminan en la frontera de Ucrania con Polonia, Hungría y Rumanía (de momento). Y la frontera entre Ruanda y República Democrática del Congo tampoco es una excepción en esta regla. Las calles de Gisenyi (Ruanda) están perfectamente asfaltadas y apenas si encuentra uno las comprensibles irregularidades que pueden formarse durante la machacona época de lluvias; las calles de Goma (RDC) consisten en un virulento amalgama de barro y montones de basura putrefacta que sortean sus habitantes con fuego en el pecho. Goma, conocida por ser la “ciudad más desgraciada del mundo”, genera un brusco contraste respecto a Gisenyi, que solo es una ciudad más de un país que, de limpio y de cuidado, en ocasiones se permite brillar ante los ojos impresionados de quienes lo visitan.
Un día en esta frontera se parece a un día en la cruz de una balanza. Puro equilibrio con vistas al descalabre. En las aduanas ruandesas todo transcurre con absoluta monotonía y no es difícil entrar o salir del país, siempre que lleves contigo el pasaporte y el dinero suficiente para apoquinar las tasas del visado. En la aduana congoleña pueden verse los agujeros de los disparos integrados en el cristal, mientras los militares, acalorados y aburridos en su destino, exigen elevados precios a los viajeros que parecen fáciles de engañar u ofrecen lo que ellos llaman “favores” a cambio de cervezas. Son dos mundos prácticamente opuestos gracias a la línea imaginaria que los separa.
El 17 de junio de 2022, un soldado congoleño descorrió el cerrojo de su ametralladora y penetró en Ruanda tiroteando a la policía local, hasta que fue abatido sin remedio por los ruandeses. Una turba enfervorecida procedente del lado congoleño procuró cruzar después del incidente, supuestamente con la intención de desatar su venganza sobre sus primos ruandeses, y tuvo que hacer falta mucha diplomacia de porrazos y un generoso puñado de la sal de los milagros para que aquella situación no derivase en una nueva guerra entre Ruanda y RDC. Una guerra que siempre parece que puede llegar y que lleva gestándose desde hace años.
El militar ruandés
Oliver es uno de los militares que guarda el lado ruandés de la frontera. Lleva en la muñeca un escapulario de la Virgen María. El uniforme lo luce planchado y como nuevo, los puños de la camisa abrochados, la corbata lisa; son órdenes de arriba las que dicen que el uniforme tiene que estar siempre como nuevo, y si no está como nuevo pues se tiene que cambiar por otro. En Ruanda, ya sea a la hora de hablar de las calles o de sus edificios o de los funcionarios públicos, la pulcritud es un requisito fundamental.
Cuando se le pregunta por su opinión sobre los congoleños, el acento dulce de Oliver se transforma en una mueca de desagrado. “Son salvajes”. Lo dice sin una pizca de culpa o de remordimiento: “si tú fueras a un banco de Goma a depositar algún dinero, o lo haces acompañándote de seguridad privada o es probable que no llegues vivo”. Adopta una pose orgullosa a continuación y reconoce que, siendo sinceros, hasta hace 30 años podría haberse dicho lo mismo de Ruanda, que entonces era igual de probable que te asesinaran unos desconocidos por un fajo de billetes. Pero “los ruandeses hemos aprendido de nuestros errores y ahora somos un ejemplo para el resto de los africanos”. Y Oliver se pregunta en voz alta “por qué los congoleños no pueden aprender de nosotros”.
Oliver no es el único ruandés que piensa de esta manera. Para muchos de sus paisanos, el congoleño se mira como un sujeto violento y de costumbres zafias, algo trastocado, esencialmente doblegado ante sus vicios incontrolados de instinto y de terror, de una forma similar a como ciertos grupos en España miran al africano en su conjunto. No me extrañaría escuchar que una madre ruandesa le diga a su hijo travieso que se porte bien “o vendrá el Congoleño”, como si su vecino fuera una especie de Coco feroz que mantiene en ascuas a los niños que no se portan bien. Olivier y los suyos consideran su deber refrenar al “salvaje congoleño” y evitar que su furia analfabeta penetre en Ruanda. A sus ojos, esta es su misión definitiva: vigilar a los locos que se apiñan al otro lado de la valla.
El policía congoleño
Fred es uno de los policías que guarda el lado congoleño de la frontera. Su uniforme azul está arrugado y lleva las mangas remangadas para aliviarse del calor, no viste corbata, pero eso tampoco importa mientras Fred tenga sus gafas de sol. Fred no se quita las gafas de sol aunque caiga una tormenta. Es porque las gafas de sol de Fred representan un poder situado incluso por encima de su uniforme desgastado, y él lo sabe bien. Cuando aparece una mujer cargada de bártulos y le pide paso, él puede conjugar una sucesión de gestos gracias a sus gafas: bien puede bajárselas unos milímetros para estudiar con calculada incredulidad a la señora, bien puede dejárselas puestas y observar a la desesperada con los labios impertérritos. En definitiva, las gafas oscuras de Fred refrenan a la muchedumbre diaria que le pide su permiso para cruzar.
Al ser cuestionado sobre los ruandeses, lo primero que pide es una cerveza a cambio de sus declaraciones. Dos, tres cervezas, las que sean. Sus declaraciones no son gratuitas. Luego hace gala de un secretismo que excitaría al mismo Frederick Forsyth y accede a comentar en una esquina donde nadie pueda escucharle. Dice que “sabe muchas cosas” que el resto de la gente desconoce, aunque se niega a expresarlas de manera abierta, sino que decide que hoy no es un buen día para hablar y que mejor volver a quedar mañana, en el mismo sitio y con nuevas cervezas. Actuará así durante tres días seguidos, rodeado de secretismo, yendo y viniendo como atareado pero sin decidirse a contestar. Solo tres días después de atiborrarse a cervezas barruntando sobre las dificultades de su trabajo dará su escueta opinión: “los ruandeses son unos ladrones”. Casi susurrándolo asegura que “roban nuestro oro y nuestro coltán sin que nadie les detenga, ni siquiera los propios congoleños encargados de hacerlo”, y señala el lago Kivu que delimita la frontera quejándose de que “el lago lo utilizan más ellos que nosotros, aunque sea de los dos”.
No quiere hablar más si no recibe otra cerveza. Se limita a repetir el mantra de que los ruandeses son unos ladrones, igual que los ruandeses se reafirman en la idea de que los congoleños son unos salvajes, y mientras tanto cruzan la frontera hordas de civiles, legales o no, extorsionados o no, haciendo como que no ven los agujeros de bala incrustados en el cristal. En fronteras como esta se focalizan el odio y el rencor de las naciones, como si las fronteras fueran un núcleo de nacionalismo en lugar de un punto de difusión y de fraternidad, un núcleo que corre el riesgo de estallar en un momento... cuando los ladrones no estén dispuestos a tolerar un segundo más a los salvajes, o cuando los salvajes se cansen de serlo por culpa de los ladrones.
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