
Tribuna
Entre el horror del terrorismo de Hamás y la urgencia de una paz real en Oriente Próximo
La matanza de Hamás del 7 -O marcó un punto de no retorno: el día en que el terror mostró su rostro más atroz. Recordarlo es un deber moral para evitar que la barbarie se repita

Han pasado dos años, y la bruma de una guerra incesante parece haber sepultado en el olvido el horror del 7 de octubre de 2023. Aquel amanecer infernal es una fecha que debería grabarse a fuego en la memoria colectiva como un hito de la barbarie del terror. Pero olvidar es peligroso, porque el olvido alimenta los ciclos de violencia. No podemos olvidar que 1.250 personas fueron asesinadas con una crueldad y ensañamiento inimaginables; 250 fueron secuestradas y sometidas a un calvario de torturas, vejaciones, hambruna y violaciones. Algunas, incluso, fueron forzadas a cavar sus propias tumbas. Este aniversario no es solo una conmemoración; es una llamada de atención contra la amnesia selectiva.
La génesis del terror: Hamás y su patrón iraní
Hamás no surgió como un movimiento de resistencia legítima, sino que fue fundado en 1987 como una organización terrorista con un propósito explícito en su carta fundacional: la destrucción de Israel. Sin embargo, su primera misión no fue contra su enemigo exterior, sino contra sus rivales palestinos de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), principalmente Al Fatah. Este patrón de violencia interna se intensificó en 2007 cuando, tras imponerse en unas elecciones parciales, tomó el poder en Gaza por la fuerza. Su primer acto fue una purga sistemática de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Las imágenes de aquellos días siguen siendo estremecedoras: funcionarios arrojados desde los tejados de edificios administrativos o acribillados en plena calle.
Una vez consolidado su control, Hamás desmanteló el servicio policial de la ANP y lo reemplazó por sus milicianos. El enclave gazatí quedó, así, bajo un régimen de terror brutalmente opresivo que aplastó toda disidencia, sometió a la población a un férreo control ideológico y convirtió la Franja en un gigantesco campo fortificado desde el que lanzar su yihad.
Pero Hamás no opera en el vacío. Irán se convirtió en su principal valedor, financiador y protector. El régimen de los ayatolás destina entre 100 y 150 millones de dólares anuales en fondos, armas, drones, cohetes, adiestramiento y asesoramiento estratégico. No lo hace por altruismo, sino porque considera a Hamás una pieza esencial de su política de desestabilización, una herramienta clave de su siniestro «eje de la resistencia», junto a Hezbolá en el Líbano, las milicias chiíes de Irak y los hutíes de Yemen. Irán inspira, dirige y alienta la guerra permanente contra Israel y los Estados árabes moderados a los que considera enemigos a muerte.
El precio de la guerra: decenas de miles de muertos y Gaza en ruinas
Ignorar las consecuencias de dos años de guerra en Gaza sería una ceguera imperdonable. Las cifras, según fuentes como Reuters y Associated Press (no citamos nunca las cifras del ministerio de sanidad de Hamás —aunque me temo que casi todas las fuentes las usan como base de su cálculo—), son abrumadoras: más de 68.000 muertos y 180.000 heridos y mutilados. Entre las víctimas se cuentan entre 16.000 y 18.000 niños, más de 36.000 huérfanos y unas 12.000 mujeres que han perdido la vida. El hambre, aunque parcialmente mitigada por los últimos esfuerzos humanitarios, ha hecho estragos.
La destrucción material es casi total. El 92 % de las viviendas han sido arrasadas o dañadas; el 93 % de las carreteras, inutilizadas; el 84 % de los centros de salud, inoperativos; el 85 % de la infraestructura eléctrica ha desaparecido; más del 80 % de los sistemas de agua y saneamiento son inservibles; y el 89 % de las escuelas e instalaciones educativas están en ruinas. Gaza, literalmente, ha dejado de ser habitable. Estos números no son frías estadísticas: representan vidas truncadas, familias destrozadas y el colapso de una sociedad.
El imperativo moral de neutralizar a Hamás sin repetir errores
Ante esta devastación, la comunidad internacional exige una salida. Como afirmó con crudeza militar el teniente coronel Richard Hecht, portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI): «No estamos cometiendo genocidio. Se necesita la intención de aniquilar a un pueblo para que haya genocidio. No queremos eliminar al pueblo palestino; queremos destruir a Hamás.» En este sentido, hay que recordar que hasta Mahmud Abás, presidente de la ANP, evitó usar el término «genocidio» en su discurso por videoconferencia ante la Asamblea General de la ONU. No habrá paz ni reconstrucción posible mientras la maquinaria de terror de Hamás siga operativa. No se trata de aniquilar a un pueblo, sino de desmantelar una organización sanguinaria que es enemiga tanto de palestinos como de israelíes.
Hacia una solución viable: el rol de las potencias árabes
Es urgente normalizar el flujo de ayuda humanitaria, restablecer los servicios básicos y reconstruir la red hospitalaria. Para que esto sea sostenible, se necesita un marco de seguridad internacional. Pero un despliegue de tropas occidentales sería un error fatal; equivaldría a invitar a Al Qaeda, Daesh y a los proxies de Irán, Hezbolá y la propia Hamás. La solución debe ser regional.
Una fuerza de interposición internacional, liderada por las potencias árabes que mantienen relaciones diplomáticas plenas con Israel —Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Egipto y Jordania— es la única salida viable. Estos Estados, parte del eje de estabilidad del mundo árabe, ofrecen legitimidad, afinidad cultural y solidez estratégica. Su presencia evitaría la percepción de una ocupación occidental y crearía un cortafuegos contra la influencia desestabilizadora de Teherán. Imaginemos una Franja de Gaza desmilitarizada, donde la inversión en educación, salud y economía, canalizada a través de estos socios, reemplace con hospitales y escuelas a los túneles y los cohetes.
Conclusión: el deber de no olvidar para poder construir
Dos años después, la guerra no ha terminado. No podemos ignorar la matanza de miles de civiles palestinos inocentes; sería inhumano. Pero tampoco podemos permitirnos borrar el horror maligno del 7 de octubre. Ambas tragedias son las dos caras de una misma moneda: una espiral de odio alimentada por quienes jamás han querido la paz. Quien justifica o relativiza aquel crimen perpetúa el sufrimiento y abre la puerta a su repetición.
El 7 de octubre no fue solo una tragedia israelí; fue una herida en la conciencia de la humanidad. La prolongación artificiosa de la guerra y la muerte de miles de civiles inocentes es un espanto y es del todo inaceptable.
Los que atribuyen a Israel y al pueblo judío global la responsabilidad de las decisiones del gobierno de Israel caen en una inadmisible generalización que es muy peligrosa, pues legitima los crímenes de odio contra israelíes y judíos en el mundo, muchos de los cuales están tan impactados por la tragedia de Gaza como el que más. La contestación interna al gobierno de Netanyahu así lo pone de manifiesto.
De igual modo, la legítima aspiración a una solución de dos Estados no puede ser aniquilada por el fanatismo yihadista, que sólo busca el caos, la desolación y el sufrimiento de su propio pueblo, porque ése es su combustible y su razón de ser.
En este aniversario, recordemos que la paz no es una utopía, sino una urgencia. Condenemos el terror sin hipocresías, reconozcamos el sufrimiento compartido y apostemos por soluciones lideradas por quienes desean construir, no destruir. Solo así, Israel podrá tener la seguridad a la que tiene derecho y Gaza podrá vivir sin el yugo de Hamás.
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