Muere Fidel Castro
Padilla y la fiesta de los perros
Escritores de izquierdas de todo el mundo dieron su bendición a la Revolución Cubana, pero el hechizo comenzó a disiparse a raíz del caso del poeta Heberto Padilla en 1971, que sufrió la persecución del régimen por un poemario crítico con el dictador. Vargas Llosa y muchos otros denunciaron entonces la deriva totalitaria del régimen.
En «Mitologías cubanas», un elocuente compendio del folclor insular, Samuel Feijóo recoge una chispeante leyenda habanera. Se trata de «La fiesta de los perros», un lúdico congreso para canes, cuyo decoro protocolario exigía que, a la entrada, «se zafaran el agujero del ano y lo dejaran guindado en uno de los millones de clavos» habilitados para el evento. Pero, como quiera que acudieron «todos los perros del planeta», el aforo se desbordó, y hubieron de salir huyendo en estampida. Entonces, «en el corre-corre hacia la salida, y en la desesperación, cada perro cogió el agujero de las nalgas primero que vio y fue así como sus anos se trabucaron. Desde entonces, cada perro está buscando el suyo, y por eso se lo huele al perro que se encuentra, a ver si por el olor reconoce el suyo y se lo pone otra vez».
Una alegoría que habla de una recomposición ardua de la identidad, empezando por el propio cubil de los 101 dálmatas atrapados en las mil y una noche de Fidel, el comandante en jefe del canódromo, quien en su pequeña isla tropical (Marx y Engels alucinarían) consiguió consumar la gran paradoja: detener la Historia, en el nombre de («¡P’alante!») ser el único que la seguía construyendo. Lo cierto es que, en origen, La Habana era una fiesta para la izquierda planetaria crítica con el bloque soviético, que contaba, incluso, con la «divina presencia» del Che redentor, como encarnación de Fidel en la Tierra.
Pero, ¿en qué momento se produjo la gran decepción y su número infalible se le trabucó al gran prestidigitador y funambulista? ¿A cuento de qué el ala izquierda de la Historia dejó unánimemente –«como un solo hombre»– de absolverle?
A la fiesta de Fidel le salió desde dentro un imprevisto perro verde: el poeta Heberto Padilla. Una vez detectado, se le quiso amaestrar y utilizar para escarmiento colectivo, y, conminado a representar una ópera bufa de «autocrítica» (la «autohumillación de un incrédulo», definiría Octavio Paz), sus desmentidos sobre la represión estalinista en la isla, en un contradictorio ritual a punta de pistola, consiguieron el efecto inverso al esperado por Fidel. La vital adhesión de la crema de la intelectualidad de la izquierda occidental, concienzudamente elaborada en infinitos y costosos «tours» culturales a lo largo de un decenio, se derritió ipso facto a las 9 de la noche del 27 de abril de 1971. Lo chocante es que Padilla ni siquiera era un disidente, como repara en su análisis de aquel paripé propiciatorio Jorge Edwards en «Persona non grata», su célebre testimonio sobre sus encontronazos con el régimen y el propio Fidel, que le harían dimitir al frente de la Embajada de Chile en La Habana un mes antes. Lo chocante es que, hombre «cultísimo», políglota, cosmopolita, elocuente, Padilla había sido uno de los cicerones predilectos para mostrarles in situ la hora de la aurora cultural de La Habana a Hans Magnus Enzensberger, René Dumont, K. S. Karol, Jean Paul-Sartre, Simone de Bauvoir, al propio Edwards...
Mucho antes de que aquella palinodia, representada con nocturnidad y alevosía (astutamente, a una hora de eventos culturales y en la emblemática sede cultural de la Uneac, aunque atestada de policías aviados de civiles) significara la desbandada oficial de cruciales adeptos (los citados más Paz, Moravia, Fellini, Susan Sontag, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo...), José Ángel Valente anotó en su «Diario íntimo»: «Padilla tiene un aire inteligente y mordaz... está inquieto, áspero cargado de críticas...». Era a principios de diciembre de 1967, durante el tour que compartía por la tierra prometida con Celaya, Caballero Bonald, Blas de Otero, Alfonso Sastre y otros escritores españoles de izquierda. Ese fue el año de los primeros polvos del «caso Padilla». En una reseña publicada en «El caimán barbudo», había aprovechado su nada elogiosa crítica de la novela «Pasión de Urbino», del encumbrado intelectual orgánico Lisandro Otero, para protestar por el silencio sobre «Tres Tristes Tigres» (que acababa de ganar el premio Biblioteca Breve-Seix Barral), del ya exiliado y –aún hoy– repudiado Cabrera Infante.
No obstante, Heberto Padilla (considerado por muchos «el más importante poeta civil cubano», y cuya obra ha quedado opacada por la relevancia, justamente, de su martirologio político) contaba, ya de entrada, con una atípica biografía, que, a cada nuevo paso, lo volvería a la vez propiciatorio e incomodísimo para el régimen. Una biografía que empezó al revés, pues, ironías del destino, residió en Miami durante los últimos años de la dictadura de Fulgencio Batista, y, mientras muchos salían, él regresó a festejar la Revolución, en el 59. Periodista y escritor de una potentísima cultura anglófila, afectuoso, vehemente con la asunción de los nuevos vientos históricos (entonces sólo patrióticos y utópicos), fue el hombre perfecto para confiársele, nada menos, la primera corresponsalía de «Prensa Latina» en Nueva York, y, poco después, la de Moscú. Para La Habana, Padilla era nuestro hombre en el orbe. Sólo que estuvo casi un lustro en ese último destino, y a su regreso a la isla traía un peligroso bagaje de conocimiento de primera mano del Telón de Acero, y de un período, además, de gran afloración de disidentes contra la barbarie del estalinismo anterior.
El punto de inflexión le llegará en 1968, cuando su duro manuscrito «Fuera del juego» se hace con el prestigioso premio de poesía de la Uneac. Ahí hay poemas titulados, por ejemplo, «Para escribir en el álbum de un tirano» y versos tan indigestos para el gusto de Fidel como que «La Historia es esa rata que cada noche sube la escalera...». El fallo es revocado, y el poemario calificado, curiosamente, de «antihistórico». Antes de que, en 1971, luego del «mea culpa» de Padilla, el Congreso Nacional de Educación y Cultura declarase su adhesión sin ambages a la causa soviética, Fidel Castro estuvo ensayando delicados funambulismos.
Justo en 1968, al tiempo que él mismo defendía la invasión soviética en Praga, sometía a los intelectuales a un doble vínculo imposible de satisfacer: secundarle sin rechistar en esa defensa y acusar a quien osara declararse prosoviético, en vez de «profidelista»... es decir, partidario de ese profiterol «made in La Habana» y sólo en ella, con ingredientes troskistas, cheguevarianos y de un socialismo utópico y libertario, cuya imagen siempre hubiera querido proyectar. Aires sesentayochistas de un socialismo cálido y rumbero, a ritmo de incesantes maracas, chapoleando en una placenta solar con líquido amniótico de mojitos... Pero un poeta ingrato, de subvencionada estancia en Moscú, le aguó la fiesta en sus barbas, trayéndole abruptamente el frío de la realidad; fue el primero en advertir, cuando nadie le creía, el advenimiento de un nuevo «estalinismo tropical» en toda regla.
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