Diplomacia
La voz de Europa ante Gaza, entre Washington y Tel Aviv
La UE intenta mantener unidad diplomática mientras sus miembros chocan entre intereses nacionales y presión internacional
El conflicto en Oriente Medio plantea una de las mayores pruebas diplomáticas para Europa. El Viejo Continente presume de ser el paladín del derecho internacional y los derechos humanos. Sin embargo, la situación en Gaza evidencia las tensiones internas y la dificultad de mantener una voz única en política exterior. Eso, sumado a los vínculos comerciales, militares y tecnológicos estrechos con Israel y el miedo a tensar, aún más, la relación trasatlántica, lo está dejando en un papel secundario frente a Estados Unidos o las potencias regionales.
Desde Bruselas, el discurso es claro: dos Estados, alto el fuego inmediato, liberación de rehenes y acceso humanitario sin restricciones en Gaza. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha llegado a proponer sanciones dirigidas a ministros israelíes de línea dura y a colonos violentos. También se estudia suspender partes del acuerdo de asociación con Israel. Pero, como ocurre siempre, el gran obstáculo está en que las decisiones deben tomarse por mayoría cualificada. Y ahí, los intereses nacionales pesan más que los principios compartidos. La UE marca el camino, pero los pasos dependen de cada capital europea.
El francés Emmanuel Macron se ha posicionado como la voz europea que reclama un papel más activo en Oriente Próximo. En julio ya adelantó que reconocerá al Estado palestino en la inminente Asamblea General de la ONU del próximo 23 de septiembre, una decisión que busca relanzar la solución de dos Estados. El Elíseo sabe que este paso irritará a Tel Aviv y generará fricciones con Washington, pero defiende que sin un gesto firme Europa seguirá condenada a la irrelevancia diplomática.
Por su parte, en el Reino Unido —que junto a Francia es el otro país europeo con asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU—, el premier Keir Starmer ha adoptado un tono más firme hacia Israel que sus predecesores. El pasado 8 de septiembre, tras reunirse en Londres con el presidente palestino Mahmoud Abbas, reafirmó que el Reino Unido reconocerá al Estado palestino en la próxima Asamblea General de la ONU, salvo que Israel dé pasos concretos como aceptar un alto el fuego, abrir Gaza a la ayuda humanitaria y renunciar a la anexión de Cisjordania. Tanto Starmer como Abbas coincidieron en que «Hamás no debe tener ningún papel en el futuro gobierno palestino».
Además, el premier británico ha condenado bombardeos específicos de Israel contra zonas civiles y contra centros de distribución de alimentos, y llegó a calificar de «inaceptable» un ataque en Doha dirigido a dirigentes de Hamás, por considerarlo una violación de la soberanía de Catar. En definitiva, la política británica refleja más prudencia que convicción, en un país donde la división social y la presión de la opinión pública se hacen sentir en Westminster.
Para Berlín, el dilema es más complejo. La memoria del Holocausto condiciona cada palabra que se pronuncia sobre Israel. Alemania ha sido durante décadas el socio más leal de Tel Aviv en Europa. Pero la guerra en Gaza ha obligado al canciller Friedrich Merz a mover ficha. De momento, ha suspendido autorizaciones de exportaciones militares susceptibles de usarse en la Franja y exige el respeto al derecho internacional. Sin embargo, sigue resistiéndose a reconocer unilateralmente a Palestina. Alemania defiende que ese paso debe ser fruto de una negociación directa y no de una decisión simbólica. La tensión entre el deber histórico y la realidad presente explica su ambigüedad.
En cuanto a Roma, bajo el liderazgo de Giorgia Meloni, mantiene una línea prudente, cercana a la alemana. Italia reafirma su apoyo a la solución de dos Estados, pero rechaza un reconocimiento precipitado de Palestina que pueda enterrar cualquier posibilidad de negociación futura. El Gobierno italiano defiende que cualquier decisión debe adoptarse en el marco multilateral de la ONU y la UE, evitando gestos unilaterales. La política exterior italiana se mueve entre la solidaridad humanitaria, la presión de su opinión pública y la necesidad de no dinamitar sus relaciones estratégicas en el Mediterráneo oriental.
En definitiva, el mosaico es evidente. Europa quiere ser un actor de peso en Oriente Próximo, pero tropieza en sus contradicciones. Y en un escenario donde la tragedia humanitaria se multiplica día a día, la tibieza del Viejo Continente se paga con pérdida de influencia.