Sao Paulo

La rebelión de las corbatas

Lo que sucede en Brasil es complejo y sencillo a la vez: la sociedad ha madurado y no quiere gobiernos despóticos

La rebelión de las corbatas
La rebelión de las corbataslarazon

Lo que sucede en Brasil es complejo y sencillo a la vez: la sociedad ha madurado y no quiere gobiernos despóticos

Intentar escribir algo sobre Brasil es mucho más que un atrevimiento; es una misión imposible: diez veces más grande que España, casi doscientos millones de habitantes, una sociedad en pleno desarrollo a medio camino entre el siglo XIX y el XXI, con tribus de indios luchando en el Amazonas por su derecho a seguir viviendo en la tierra de sus antepasados y clase media manifestándose en las grandes ciudades por su derecho a que dejen de malgastar y robar los impuestos que pagan; con gente que vive y muere en favelas infectas sin que a nadie parezca importarle y millonarios con helicópteros e islas privadas. El país de la samba, de la alegría tropical, del Carnaval y la bossa nova y el fútbol, la imagen exportable para turistas. Un país pacífico, desarrollándose con rapidez en dirección al paraíso consumista que hoy en día parece ser la máxima aspiración de las sociedades modernas. Un país en obras, con la vista puesta en el Mundial de fútbol del año que viene.

Y ahora, de repente, la gente se echa a la calle a protestar por la subida de la tarifa de transportes. Y todo el mundo se echa las manos a la cabeza y se pregunta qué quieren esos ciudadanos, por qué precisamente ahora han decidido salir a manifestarse.

En los ocho años que Lula da Silva ocupó la presidencia del país se logró reducir al 20 por ciento la población que vive por debajo del límite de la pobreza extrema, que antes era del 40 por ciento. Del mismo modo, subió la cantidad de ciudadanos pertenecientes a la clase media, personas que a lo largo de ese tiempo han visto cómo mejoraba su estatus socioeconómico, su poder adquisitivo y, con ello, sus proyectos y sus esperanzas de futuro. Durante casi una década los brasileños no sólo habían visto subir a su país, sino que habían empezado a pensar que quizá habían encontrado la manera de hacerlo bien, que estaban en el buen camino, primero con Lula y después con Dilma Rousseff, la que consideraban su continuadora.

Ahora, de repente, la población ha empezado a darse cuenta de que las obras faraónicas del Mundial se han convertido en un agujero sin fondo que no sólo se lo traga todo, sino que permite también que muchos millones desaparezcan por el camino en los bolsillos de ciertos miembros de la oligarquía, mientras que los ciudadanos de a pie tienen que volver a apretarse el cinturón en «minucias» como educación, sanidad y transporte. Porque lo que pide la gente en esas enormes manifestaciones de Sao Paulo, de Rio de Janeiro, de Fortaleza, ha empezado por un rechazo a la subida de precio de los billetes de autobús, pero ha desembocado en una decidida protesta por la falta de inversión del Gobierno en capítulos como educación, investigación, sanidad y creación de empleo. Y una clara condena a la corrupción institucional.

No deja de resultar interesante que ése sea hoy en día el caballo de batalla en casi todas las sociedades occidentales: la corrupción de los políticos, las intrigas de los grandes financieros, el robo institucionalizado. Se recorta todo lo que la población necesita y pide expresamente para invertir en cosas que nadie quiere, pero que permiten la desaparición de grandes cantidades de dinero público. En España se construyen aeropuertos donde no hay aviones, puentes que no llevan a ningún sitio y AVE que a todo el mundo le resultan inútiles, para que unos cuantos se enriquezcan todavía más. En Brasil se construyen estadios de fútbol –doce, nada más y nada menos– con la idea de que la población brasileña no protestará por algo que circula como la sangre por sus venas nacionales: el fútbol.

Y a cambio empiezan a quitarle esa esperanza –fundada– de que las cosas iban mejorando, de que cada vez podrían permitirse vivir mejor, que los impuestos que generaba su trabajo iban a ser invertidos en un mayor bienestar para todos, en una educación de calidad que garantizara el futuro de las siguientes generaciones, en un sistema social que protegiera a los más débiles, en una sanidad que llegara cada vez a más brasileños. Es natural que protesten. No sólo es natural, sino que tienen todo el derecho del mundo a recordarle a sus gobernantes que están ahí como representantes suyos, para gestionar el país, no para repartírselo entre ellos, que la soberanía reside en el pueblo y es el pueblo quien debe decidir hacia dónde quiere dirigirse.

Los políticos siguen creyendo que con promesas pueden salir del paso: promesas en campaña electoral, promesas en conversaciones después de las protestas ciudadanas, y a veces es así. Pero la población no siempre se deja engañar con tanta facilidad. Como decía Churchill, uno puede engañar a muchos durante poco tiempo, o a pocos durante mucho tiempo, pero no se puede engañar a muchos todo el tiempo.

Los antiguos romanos, en épocas de tensión, cuando veían la necesidad de aplacar al pueblo, le ofrecían juegos de circo y comida gratis –«panem et circenses»–. A los gobiernos actuales parece que se les olvida que, además de dar circo a los ciudadanos, también hay que darles pan.

La ley del español

En 2005, el Gobierno de Brasil aprobó la denominada ley del español, convirtiendo en obligatoria la oferta del castellano en la Educación Secundaria. Al día de hoy, cinco millones de brasileños estudian ya el idioma mientras que en 2006 los alumnos ascendían a un millón. Sin embargo, este salto se ha dado de forma desigual en los diferentes estados: en Río se llegó al 46%, pero en otros como Bahía apenas se alcanzó el 21%. También es notoria la diferencia si comparamos según la titularidad de los centros educativos: 66% de los centros privados cumplen con la norma, mientras que en la órbita pública sólo el 18% lo hace.