Famosos
La otra realidad de Lady Di
Cuando llega esta época del año se nos pone «cuerpo de jota» y apetece un poco de cotilleo, que para temas densos y tristes ya hemos tenido bastante. Así que no voy a comentar la muerte de Blesa, hombre arrogante y vanidoso donde los haya, ni las tropelías y presuntos robos del señor Villar y su pandilla. Como les decía, me apetece un poco de salsa rosa.
Reino Unido está de actualidad entre Brexit, visita real y el 20º aniversario de la muerte de Lady Di. Todos nos acordamos de ese fin de agosto cuando saltó la noticia. Siempre he tenido una enorme intuición que a veces me asusta, pues me vienen a la cabeza imágenes que luego suceden y ésta era una de ellas. Esa disparatada historia con Dodi Al Fayed no podía terminar bien por muchos motivos. Él tenía una pésima reputación, acusado de montar orgías donde la coca y las mujeres (no precisamente de alto «standing») eran lo habitual. Eso, unido a que era musulmán, le hacía bastante inviable como pareja de la madre del futuro rey de Inglaterra. Y si le sumamos la posibilidad de que estuviese embarazada rompía todos los esquemas de una corte a la que Lady Di, con su carita de no romper un plato, estaba desestabilizando. Del resto de la historia de su muerte y las circunstancias que cada uno haga sus conjeturas.
Diana Spencer, procedente de una de las familias de más rancio abolengo de Inglaterra y, desde luego, mucho más que los Windsor (que son de origen alemán y se cambiaron el apellido por uno que pareciese más anglo) nunca fue muy equilibrada. Yo la conocí en Londres y me impresionó su gran facha, altura, elegancia y, sobre todo, sus maravillosos ojos azules. Fue trabajando su imagen con ayuda de un estilista hasta ser una mujer atractiva y sexy, alejada de esa imagen de pánfila con mejillas sonrosadas de sus primeras fotos anunciando el compromiso con el príncipe Charles. Nunca quiso estudiar, era bastante inculta y se dedicaba a ayudar a sus hermanas como «babysitter». La separación de sus padres la desestabilizó, cayendo en la bulimia y la anorexia. Con este panorama era difícil que fuese la pareja ideal de Carlos. No fue la primera Spencer con la que éste tuvo relaciones, ya que vivió una aventura con Sara, hermana mayor de Diana, a la que ésta dijo: «Fuiste su novia, pero la que va a ser seina soy yo». Me lo contó Canga, amiga y confidente del príncipe y de Sara Spencer.
Pero los cortesanos eligieron a Diana como esposa porque pensaron que, al ser una incólume virgen, sería más manejable, aunque nadie podía imaginar el enorme desequilibrio de esta chica de aspecto dulce que durante su luna de miel rompía las acuarelas que Carlos pintaba, daba patadas a los muebles, se tiraba por las escaleras y montaba numeritos delante del servicio. Carlos siempre quiso que ella tuviese un mínimo interés por lo que a él le gustaban, pero fue imposible.
Les contaré una anécdota de su viaje a España. Le tenían preparada una visita al Museo del Prado que rechazó. Lo único que le tenía fascinada era un álbum con sus fotos que le regaló «¡Hola!». Eran los propietarios de esta revista los únicos a los que tenía interés en conocer. El fin de semana que bajaron a la finca de los duques de Wellington, cerca de Granada, Carlos quiso enseñarle la Alhambra y la ciudad por la que él sentía fascinación. Ella no mostró interés porque ni sabía qué monumento era ese. Prefirió quedarse tomando el sol. La mayor equivocación la cometió el día que salió sin ninguna necesidad en la «BBC» contando que había sido infiel con el capitán James Hewitt, lo que revolucionó al personal haciendo conjeturas sobre la paternidad de su segundo hijo, Enrique, y el enorme parecido entre ambos. Guillermo, que estaba interno en Eton, creyó morir de vergüenza ante las declaraciones de su madre. Estuvo un tiempo sin querer verla.
Quizá todo lo que les he contado se aleja de la imagen edulcorada de Diana, pero es su otra realidad, que justifica en parte el gran fracaso de su matrimonio.
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