Bernie Madoff
Ladrón de ladrones
El próximo día 16 salen a subasta algunas de las joyas de la pareja Bernie y Ruth Madoff. Lo que allí venden es un muestrario que recuerda las sinergias cleptómanas de toda una época. El inversor fue condenado a 150 años de cárcel por estafar más de cincuenta mil millones de dólares
El próximo día 16 salen a subasta algunas de las joyas de la pareja Bernie y Ruth Madoff. Lo que allí venden es un muestrario que recuerda las sinergias cleptómanas de toda una época.
Un collar de diamantes y esmeraldas valorado en 15.000 dólares, dos relojes Patek Philipe por 60.000, un broche de diamantes de 11.000 dólares y un brazalete de 26.000. Si usted se aburre y/o tiene efectivo para quemar. O si le seduce la espeleología del mal. O si acaso, por aquello de la inmemorial fascinación que despierta el lado oscuro, es un fetichista del crimen. O, sencillamente, si todavía no sabe con qué engatusar a su pareja por San Valentín, no respire: puede hacerse con algunas de las joyas de la pareja Bernie y Ruth Madoff. Cortesía de los US Marshals y la casa de subastas Gaston & Sheenan, la puja acaba el martes, 16 de febrero. Promete emociones fuertes.
Lo que allí venden, en realidad, no es sólo el guardajoyas de dos descuideros. Se trata de un muestrario que, más allá de la metáfora, más acá del recato, recuerda las sinergias cleptómanas de toda una época. De cuando Wall Street, y más concretamente los bancos de inversión, los magos del trile, los gargantúas del dinero líquido y los negocios infalibles, tan lejos de la tradición centroeuropea de contar monedas y abrir cuentas de ahorros, jugaban una formidable gincana con los activos tóxicos, los pagarés del día del Juicio Final y los ahorros de los puretas, mientras las autoridades financieras hacían el lelo o fingían no enterarse. Por si alguien ha olvidado quién es Bernie Madoff y por qué fue condenado a 150 años de cárcel, rebobino.
Cuando Thedore Cacioppi, agente especial del FBI, acudió al 133 Este de la calle 64 de Manhattan con la intención de ponerle las pulseras al bueno de Bernie, le preguntó con entrañable ingenuidad si disponía de una respuesta inocente para lo ocurrido. Aupado a sus zapatos italianos el aludido respondió que «no hay explicaciones inocentes». Madoff, el lustroso inversor, había estafado más de cincuenta mil millones de dólares. Su caso era digno de Scorsese, pero a diferencia del lobo de Wall Street no cayó en la estolidez de pasear en Ferrari mientras fumaba un puro. Tampoco organizó cuchipandas con enanos voladores de casco amarillo ni había valquirias desnudas en la cubierta de su yate Bull (Toro). Sus clientes creían en su discreción. En ese halo divino de hombre serio, callado, paciente, al que hubieran seguido al infierno. Entre los damnificados, ciegos frente al esquema piramidal, estaban la Yeshiva University, unos cuantos bancos suizos, no pocos sindicatos, organizaciones de caridad, fondos de pensiones, hospitales, el director del cine Steven Spielberg y la Fundación Elie Wiesel. El hombre se había enriquecido hasta cifras de escándalo por la fórmula de prometer el milagro de los panes y los peces. Qué morbo y qué caché el del titular de aquel récord de inversiones, con un expediente tan asombroso que, bien pensado, sólo podía ser falso.
Madoff nació en Nueva York, en 1938, creció en Queens y estudió en el instituto de Far Rockaway, la misma porción de tierra que años después reclamaría un mar enfurecido cuando el penúltimo huracán, Sandy. Madoff también iba para fenómeno meteorológico, pero indetectable para el doppler. Aspiraba a hacer del crimen un doctorado y del esplendor su, evangelio. Ya en Manhattan, tras camelarse al anciano y muy rico Carl Shapiro, embrujado por sus encantos de psicópata maqueado y al que usó para repartir tarjetones en los clubes de madera noble, echó sus redes en Florida; de paso, ya puestos, desvalijó al propio Shapiro. De ahí a convertirse en el nene favorito de Wall Street y el NASDAQ, un paso. Con los ricos haciendo cola para que les gestionara el dinero, puso en práctica las enseñanzas del legendario Ponzi, timador de timadores. Acumuló una imparable cartera. El dinero sólo servía para apilarse sobre el dinero previo. No había inversiones más allá de los apartamentos que pudiera comprarse. Cuando estalló la burbuja económica y los clientes acudieron a la ventanilla, no encontraron a nadie. Ni siquiera había ventanilla. La tarde previa a su detención Madoff reunió a su familia para explicarles que el negocio era un tocomocho. Que su futuro pasaba por las más confortables y mejor ventiladas celdas neoyorquinas. Andrew H. Madoff, su hijo menor, murió de cáncer en septiembre de 2014, con 48 años. Su hermano mayor, Mark, se colgó de una viga en 2010. Concluía así el penúltimo capítulo de una saga inconfesable, cuando el dinero fácil y las carteras gaseosas alimentaron la bomba del gran guateque especulativo.
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