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Epopeya antibolchevique de la Legión checoslovaca
El 25 de mayo de 1918 resultó clave para la Revolución rusa y la posterior Guerra Civil. Ese día comenzó la lucha en Siberia occidental entre la Legión Checoslovaca y las fuerzas soviéticas.
El 25 de mayo de 1918 resultó clave para la Revolución rusa y la posterior Guerra Civil. Ese día comenzó la lucha en Siberia occidental entre la Legión Checoslovaca y las fuerzas soviéticas.
La revuelta de la Legión Checoslovaca se extendió como la pólvora y se expandió 7.900 km a lo largo de la ruta del Transiberiano. En dos semanas, los checoslovacos habían tomado varias de las principales ciudades y bloqueado la línea de ferrocarril; en tres meses, se habían hecho con el control de todo el Transiberiano y, con ello, de dos tercios del territorio ruso, regiones que se convirtieron en centros clave de los movimientos antibolcheviques. Pero, ¿quiénes eran estos hombres? La Legión Checoslovaca se había formado a comienzos de la Primera Guerra Mundial integrada por checos que trabajaban en la Rusia zarista. Su tierra natal era parte de Austria-Hungría, pero decidieron combatir junto con los rusos –sus «hermanos eslavos»– contra los imperios dominados por los alemanes, tropas que aumentaron en número con el reclutamiento de prisioneros de guerra checos y eslovacos del ejército austrohúngaro. Pero cuando en 1917 estalló la Revolución rusa y se desmovilizó al ejército zarista, la Legión Checoslovaca –con base en Ucrania– se mantuvo cohesionada. La de Rusia no era su revolución, para ellos, la guerra mundial era una lucha que debía proseguir, un camino hacia la independencia nacional. En cualquier caso, no podían volver a casa como los soldados rusos, ni mantenerse en el bando de los aliados debido al avance de las Potencias Centrales. En marzo de 1918, el Gobierno soviético aceptó que la Legión, que entonces sumaba unos 40.000 hombres, abandonase el país a través del ferrocarril Transiberiano. Los franceses querían que los checoslovacos pasaran como refuerzo al frente occidental; los británicos, que permaneciesen en Rusia como parte de un nuevo frente oriental, pero concentrados en el septentrional puerto de Arcángel.
Pero el 14 de mayo de 1918, en Cheliábinsk, en los Urales, estalló la revuelta. Los checoslovacos habían participado en una reyerta con prisioneros de guerra húngaros y se hicieron brevemente con el control de la ciudad. Moscú ordenó a los sóviets locales que desarmasen a los checoslovacos, se les sacara de los trenes y se les mandase a unidades o destacamentos de trabajo del Ejército Rojo; la Legión debía disolverse. Los checos, sin embargo, tenían otros planes: forzar su salida hacia el este en dirección a Vladivostok.
No casual
Planificada (por los aliados, como defenderían los propagandistas soviéticos) o no, la revuelta no era fruto de la casualidad. Los problemas administrativos que suponía la movilización de 40.000 hombres –desesperados por salir de Rusia– a lo largo de 7.900 km en un país en el que bullía la revolución no podían no conllevar complicaciones. Los sóviets locales afrontaban múltiples dificultades de las que ocuparse y cuando estalló el motín, mostraron una sutileza «propia de los bolcheviques» para lidiar con la creciente crisis, que escaló aún más tras recibir órdenes de Trotski: «Se disparará inmediatamente a cualquier checoslovaco armado que se encuentre en las vías del ferrocarril».
Bajo esta tensión subyacía una desconfianza e incomprensión más profundas. Las autoridades soviéticas no habían comprendido la fuerza del nacionalismo checoslovaco. Veían a estos soldados como ilusas víctimas que serían derrotadas, y a la Legión Checoslovaca, armada y partidaria de los aliados, como una fuerza contrarrevolucionaria que amenazaba su poder absoluto. Los checoslovacos, por su parte, desconfiaban del Gobierno bolchevique y, después de la paz de Brest-Litovsk entre estos con las Potencias Centrales, creían que los entregarían a los alemanes y a los austrohúngaros. La desconfianza mutua había ido en aumento. Semana tras semana, las discusiones se habían centrado en temas tan determinantes como la cantidad de armamento permitido en la Legión y su ritmo de avance. En abril, Moscú había ordenado que la Legión se dividiese y había establecido que las unidades más al oeste regresasen y se dirigiesen a Arcángel en vez de a Vladivostok, lo que levantó las sospechas de los checoslovacos (paradójicamente, Moscú actuaba de acuerdo con los deseos de los aliados). Cuando, a mediados de mayo, las relaciones habían llegado a un punto muerto, parecía que no había otra alternativa al uso de la fuerza.
Para saber más
«Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa»
Ewan Mawdsley
Desperta Ferro
Ediciones,
368 págs.
24,95 €
Abderramán III y los emisarios francos
«Visitaron un día a este Califa los emisarios de los francos [...] Extendió para ellos las esteras desde la puerta de Córdoba hasta la puerta de al-Zahra, a una distancia de una parasanga. Puso a los hombres a derecha e izquierda del camino. En sus manos tenían largas y anchas espadas desenvainadas, uniéndose la espada del que estaba a la derecha con la del que estaba a la izquierda, hasta formar como unos arcos de bóveda. Se ordenó a los embajadores que marchasen entre ellas y bajo su sombra como si formasen un pasadizo [...] Hizo que estuvieran, en determinados lugares, unos chambelanes –hayib– como si fueran reyes [...] No vieron un hayib ante el que no se prosternaran, creyendo que era el Califa, pero les decían: «Levantad vuestras cabezas, éste es solamente uno de sus siervos» [...] Así siguieron hasta que llegaron a un salón cubierto de arena, en cuyo centro estaba sentado el Califa con vestiduras viejas y cortas, no valiendo todo lo que llevaba más de cuatro dirhemes. Estaba sentado sobre el suelo, con la cabeza baja. Ante él había un Corán, una espada y una hoguera.
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