Barcelona
Adaptación o ludismo
En el país de la corrección política, no extrañó que el taxista Michael Mendoza, que decía no hablar español pese al apellido pregonado por la licencia de su salpicadero, se refiriese a los empleados de las plataformas VTC como «gipsy drivers» –conductores gitanos en su traducción literal– porque los calés no son una minoría étnica relevante en Estados Unidos y uno se atrevería a afirmar que un alto porcentaje de los norteamericanos desconoce siquiera la connotación étnica del término, que se usa como sinónimo de pirata, ajeno a regulaciones o, como dicen en Argentina, «trucho». El corto trayecto desde el Strip de Las Vegas al aeropuerto internacional McCarran, un cuarto de hora mal contado, lo operan una miríada de compañías de taxis del muy liberalizado sector en el estado de Nevada, pero también empresas como Uber o Fly que compiten en precio y calidad del servicio para alegría del consumidor: veinte dólares de media cuando costaba el doble hace un lustro. Ya puede Mendoza (y sus compañeros de Madrid, Barcelona y Sevilla) propagar todas las leyendas que se le ocurran sobre chóferes sin carné y atados a una botella de ginebra, como Ulises al palo mayor, que el fin del monopolio medieval que este gremio defiende con matonismo exacerbado se acerca inexorablemente. La lucha por sus privilegios, que en algunas ciudades alcanza tintes de batalla campal, equivale a una huelga de carteros ante la proliferación del e-mail como sustituto del correo tradicional. La banda inglesa The Buggles predijo en 1979 que el vídeo mataría a la estrella de la radio, pero el sector supo reinventarse para resistir el impacto de la revolución tecnológica. He aquí el reto del taxi: adaptarse al siglo XXI en lugar de enterrarse en una absurda reedición de la guerra, perdida de antemano, de los luditas.
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