Andalucía
Cupulocracia
En España parecen haber colapsado todas las instituciones del Estado. La Corona y la Presidencia del Gobierno sobreviven a duras penas al chantaje. La oposición tiene también su propio calendario de cárcel impulsado en Andalucía por una jueza a la que gustarían encausar si no fuese por la «minucia» de la separación de poderes que aún sobrevive en algunos tribunales. Los empresarios tienen a su ex presidente en la cárcel y los sindicatos mayoritarios parece que acabarán también condenados, entre otras, por conductas tan innobles como repartirse los fondos públicos destinados a los desempleados.
Por si fuera poco, el Estado de las autonomías no sólo no ha servido para resolver el problema vasco y el catalán sino que los ha agravado. Para resolver dos problemas se han acabado creando diecisiete con un desarrollo letal en forma de redes clientelares muy capilarizadas. Muchas regiones demuestran que es más fácil cambiar al partido que gobierna la Nación que al que gobierna en la Comunidad Autónoma.
España ha visto cómo se ha configurado una casta extractiva cimentada sobre décadas de convivencia promiscua entre el poder político, el económico y el mediático. Es la cupulocracia en palabras del profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense, Ramón Peralta.
Naturalmente que existen excepciones. Pero en el nivel político no se ha impuesto un mecanismo de expulsión higiénico que permita echar a los políticos corruptos a instancias de sus íntegros compañeros. Tampoco de sus votantes. Antes al contrario se ha asistido al triunfo de una casta política mediocre sin currículum profesional solvente ni experiencia profesional distinta a la de haber hecho méritos de obediencia desde las organizaciones juveniles hasta la concejalía o el escaño. Los políticos corruptos han acabado eclipsando todo viso de honestidad en ese ámbito.
Y si en la etapa de vino y rosas del «boom» inmobiliario la sociedad española parecía haberse puesto unas gafas para no ver la consolidación incontestada del régimen cupulocrático, ahora con la gran recesión se ha producido una confluencia explosiva de corrupción y desigualdad. Dos sucesos globales que en España tienen como novedad el colapso del sistema político de la Transición.
Hay un conflicto entre democracia y capitalismo que recuerda pavorosamente al colapso de la Gran Depresión nacida del «crack» bursátil de 1929. Un colapso que, en lo político, hizo que millones de personas –no sólo en Alemania– optaran por la impugnación de un sistema parlamentario incapaz de acabar con la angustia económica.
La crisis institucional que hoy atraviesa España afecta tan de sobremanera a las instituciones, partidos y sindicatos tradicionales que es imposible pensar que de ellos surja el liderazgo de un proceso de regeneración de nuestro sistema democrático.
Más bien habría que esperar que esta necesidad inaplazable de regeneración provenga de opciones políticas de nuevo cuño o reeditadas, ideológicamente transversales, comprometidas inequívocamente con la cohesión nacional y con una actitud transgresora y osada propia de quien está libre de toda corruptela.
Pero que nadie se engañe. La sociedad española fundamentalmente tiene hambre; en miles de casos, literal; y en millones, hambre de esperanza.
No sería la primera vez que un cambio en la coyuntura económica vuelve a aplazar un calendario tan desafiante como incierto cual es el de la regeneración de la política española. En unos días se conocerá el dato del último trimestre de la Encuesta de Población Activa. Por primera vez desde que estalló la crisis es posible que el dato sea positivo. Ya resulta llamativo que el propio Ministro de Economía haya sentenciado que la recesión ha terminado en España.
Si esto es así, a saber si la sociedad volverá a recuperar esa suerte de utopía de la invisibilidad que consiste en ponerse unas gafas que permiten no ver a los sin techo. Un orden de cosas en el que vuelva a instalarse un totalitarismo de la indiferencia que permita operar libremente a la casta cupulocrática con la legitimación de que existe crecimiento económico.
Si ése es el resultado, nadie más sino la sociedad española será responsable de haber vuelto a gritar el «vivan las caenas». Eso sí, a ritmo de un «hip hop» que suena en los casquitos tuneados de un «smartphone» de nueva generación. De la generación que practica una loca moral nihilista.
* Profesor titular de Economía en la Universidad de Sevilla invitado en la Universidad de Lund (Suecia)
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