Vicente Blasco Ibáñez
El millón nipón
Hace casi un siglo, a Vicente Blasco Ibáñez lo anonadaron los usos y costumbres japoneses, de lo que dejó constancia en el capítulo correspondiente de su monumental «La vuelta al mundo de un novelista». La modernidad ha terminado con la capacidad de sorpresa. Hoy, el mundo entero es un pueblo (tutto il mondo è un paese) y uno puede encontrarse actitudes netamente andaluzas a la tan respetable distancia de catorce horas de avión. Por las cinco esquinas del cruce de Shibuya, una plaza pentagonal en la que convergen varias de las arterias más importantes de Tokio, se dice que cada día transitan un millón de personas y he ahí la cifra que, más allá de la pasión por el flamenco que tienen estos señores de ojos rasgados, une a dos pueblos más que aquella expedición del samurái Hasekura Tsunenaga, bautizado como Felipe Francisco de Fachicura desde su asentamiento en Coria del Rio. Un millón, o sea, como los muertos en la Guerra Civil del libro de Gironella y que fueron la cuarta parte o como, ¡viva la exageración!, los peregrinos que se juntan en la aldea del Rocío cada Lunes de Pentecostés. Y no. Desde una cafetería estratégicamente situada, a vista de pájaro, se observa cruzar en cada turno de semáforo una, sin duda, multitud ingente. Impresionante, desde luego, y parecida a la que se arracima en torno a los varales del palio de la Virgen de Rocío; y una somera operación aritmética basta para concluir que, con suerte, la muchedumbre alcanza un tercio del pregonado y mítico millón. Todo el mundo lampa por parecer más de lo que es y comparte la fascinación por los números redondos, también los ascéticos orientales que, en este punto al menos, en nada se diferencian de los bocachanclas latinos. Mucho respeto ancestral y mucho rito, pero te cuelan una trola en cuanto te descuidas.
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