Literatura
«Soy el poeta del silencio»
Renacimiento publica «La soledad del aguacero», que recoge tres décadas de versos de Rafael Adolfo Tévez. Se muestra trascendental en lo mundano: trata de enseñarles a sus alumnos el verdadero sentido de la poesía
Renacimiento publica «La soledad del aguacero», que recoge tres décadas de versos de Rafael Adolfo Tévez. Se muestra trascendental en lo mundano: trata de enseñarles a sus alumnos el verdadero sentido de la poesía
Trata de enseñarles a sus alumnos el verdadero sentido de la poesía, que no hay que olvidar el silencio de los campos, el murmullo del aire entre las hojas, que el hombre ha vivido miles de años pegado a una existencia natural ya perdida... Rafael Adolfo Téllez (Palma del Río, 1957) es un poeta sencillo y profundo que escribe con una voz clara, definitoria y definitiva sobre el tiempo, la soledad; que reflexiona ante las cosas sencillas que nos acompañan y atormentan. La editorial Renacimiento acaba de publicar una antología poética, «La soledad del aguacero», que recoge casi tres décadas de versos y vida.
–¿Cómo acaba un profesor de literatura los viernes después de salir del instituto?
–Pues amando más la literatura, porque los chiquillos hoy no están nada cerca de ella salvo excepciones, claro; pero también deseando escribir, porque la poesía viene sola y hay que dejarle su tiempo.
–Pero les habla más como profesor o como poeta.
–Como poeta, lamentablemente, porque soy poeta. Lo soy dando clases y no sé si es correcto o no, pero presumo de ello delante de los niños por si se les queda algo.
–«La soledad del aguacero» habla mucho del paso del tiempo. La vida es como un curso con sus días, semanas, trimestres, años...
–Sí, hay una cosa clave y lo sabemos porque lo dijo Antonio Machado: «La poesía es palabra en el tiempo». Hay otra definición de un poeta venezolano, amigo mío, que se llamaba Antonio Montejo que decía que el tiempo era «un hacha de seda». A mí eso me preocupa mucho, porque hay quien ha visto al tiempo como un enemigo que viene a asesinarte cada día, en el caso de Dylan Thomas, o quienes piensan que es un milagro inacabable, como piensa Eloy Sánchez Rosillo.
–¿Y usted cómo se lleva con el tiempo?
–Últimamente muy mal, porque lo próximo que cumplo son 60 y me parece un horror el paso del tiempo. Es un hacha de seda, pero a veces pienso que el tiempo viene a asesinarme cada día. Yo he querido instalarme en lo que se ha venido a llamar una hora infinita, una hora en la que nada cambia. Por eso mis poemas son elegíacos y se sitúan en un tiempo y un espacio lejano, para situarme en esa hora infinita en la que las cosas están quietas. No lo consigo a diario, en la vida cotidiana, pero sí escribiendo.
–Escribe mucho sobre el tiempo y en él inserta los objetos, que son una suerte de testigos mudos de nuestra vida. Un día abres un cajón y encuentras una cartera que chorrea sangre...
–Desde luego, los enseres de la casa. Fernando Iwasaki habla sobre ello en un artículo y decía que yo era un poeta de las cosas pobres de la casa, de los enseres, que llegan a tener un gran valor. Hablan por sí solos porque todo tiene habla y yo les doy un gran protagonismo a la hora de escribir, porque las cosas dicen muchas veces más que nosotros. Plántate delante del ocaso y te dice mucho, te dice un poco lo que es la vida.
–Chardin era el pintor de las cosas de andar por casa, pero también de las personas, del silencio. ¿Se siente así?
–Sí, para mí el silencio es algo fundamental. Durante años el ser humano no escuchó máquinas sino el sonido del viento, que dice tantas cosas también, el de las pisadas de los mulos llevando un carro... No sé si es que me siento de otra época pero añoro estar solamente escuchando eso. Soy el poeta del silencio, claro que sí, pero no practico eso que se llama la poética del silencio.
–Pero también escribe del ruido de las piedras, del ulular del viento entre las hojas, del estruendo sombrío de un desamor.
–Sí, porque cuando el amor acaba te deja sin futuro pero también sin pasado, porque todo lo que hemos vivido parece que nunca existió, que fue una mentira más.
–¿Su poesía habita en un espacio concreto, en una especie de ámbito rural al que volver?
–No, no es verdad. A veces me han definido así, pero no lo es porque no me gusta eso de la poesía rural o urbana, algunos la han utilizado pero no me interesan las etiquetas. La poesía es buena o mala, lo demás son etiquetas de supermercado. Yo he vivido casi toda mi vida en Sevilla y he participado de la vida sevillana como locutor, guionista, camarero. Mi vida no es solamente el campo, porque ha transcurrido básicamente en la ciudad de Sevilla donde he sufrido, amado, donde he sido un príncipe y un mendigo; donde he sido todo.
–Y llegó a la Universidad para dejar de ser pobre, básicamente.
–Piensa en aquella época cuando llegábamos con una beca a la Universidad, veníamos del campo y a mí lo que me gustaba era la literatura, pero en realidad lo que quería es dejar de estar al servicio de un señorito andaluz como estuvo mi padre.
–¿Qué lee?
–Pues leo lo que he leído siempre. Mi poeta de cabecera es César Vallejo, unos cuantos poemas suyos porque hay otro Vallejo que no entiendo como casi todo el mundo. Soy más de las «Canciones de hogar», fui muy amigo y lo leí mucho a Félix Grande. En cuanto a la poesía hispanoamericana, que es la que más me interesa, hay dos poetas claramente. Uno se llama Eugenio Montejo y el otro, el chileno Jorge Teiller, un poeta magnífico.
–Ha nombrado a Félix Grande, que se fue hace unos años. Andalucía parece que no es consciente de su hondura poética, moral e intelectual, de su perfil de eminentemente hombre bueno.
–Además de ser un gran amigo, yo siempre lo he considerado un poeta verdadero, mucho más grande de lo que la gente sabe. Hay un tipo de poesía actual que ha caído en una situación tan poco hondo que claro, lo suyo era tan profundo.
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