Salamanca
Alencart y su prima
Cada vez que estoy junto a mi madre siento que ella me devuelve a un reino minúsculo de cuya existencia no hay noticia en medio de este gran imperio que sostenemos quienes somos lo que hacemos o tenemos. Mi desvalida madre no es nadie, no existe sino a la sombra de este imperio. Cuando me preguntan «¿cómo está tu madre?», no sé qué decir. No está ni bien ni mal: simplemente está. El Alzheimer es una enfermedad que, a modo de puente, nos traslada más allá de este mundo, allí donde ser no es tener sino estar. Y estar estamos todos a la sombra, allí donde alumbra siempre una luz dudosa pero necesaria para que, viéndonos las caras gracias a ella, podamos vernos como somos.
Esta semana ha entrado la primavera. Suele entrar con timidez. Tal vez por eso, para invitarla a entrar, le he oído decir a fray Longinos estos días a todos: «¡oye, que ha llegado tu prima...!».
Y todo el mundo preguntaba extrañado: «¿mi prima?». Y él insistía: «¡pues claro! ¡la prima-vera!». Hay algo que extraña todavía a la mayoría y que se sigue regalando como claridad a los niños y a los poetas. Ellos viven, como todos los desvalidos, más allá de este imperio en el que nada se comparte -ni siquiera la primavera- porque todo se acumula con la frialdad de un invierno sin fin. Uno de éstos es Alfredo Pérez Alencart, que ha celebrado en Salamanca la entrada de la primavera y el día mundial de la poesía con un homenaje a Unamuno. Alencart siente la cultura, la hermandad hispánica y la poesía como fray Longinos la entrada de la primavera: como una prima hermana que todos podemos compartir a esa luz gracias a la cual nos vemos como somos. Es la última luz del amor.
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