Testimonio

Maltratada y víctima de la okupación: «Quiero morirme»

La Comunidad de Madrid lleva el caso a los tribunales, que está pendiente de sentencia

María con dos de sus hijas y un perro adiestrado para protegerlas
María con dos de sus hijas y un perro adiestrado para protegerlasJesús G. FeriaLa Razon

María piensa en su vida y siente rabia y tristeza. Tres hijas, sin trabajo que la proporcione unos ingresos fijos con los que mantener a su familia y a su lado dos hombres que no la amaron y de los que tuvo que huir por maltrato. Golpes, lesiones, gritos...Víctima de violencia de género y, por si esto fuera poco, ahora también víctima de la okupación de la vivienda social que la Comunidad de Madrid la adjudicó hasta el punto de tener que llevarla a estar viviendo en una furgoneta durante los peores meses de la pandemia.

María residía, hasta el pasado mes de marzo, en una de las 2.000 viviendas sociales de la Comunidad de Madrid que han sido okupadas y que ahora la Administración trata de recuperar por la vía judicial. Primero recibió una en el madrileño barrio de Moratalaz, en la que se instaló con su primera pareja. Con él se casó a los 18 años y tuvo dos hijos «pero me dio muy mala vida. Yo siempre estuve muy volcada en cuidar a mis padres. Mi madre sufría alzhéimer y mi padre una enfermedad pulmonar y diabetes, así que un día mi marido me dijo: tienes que elegir entre tus padres o yo. Y así fue como acabó todo entre nosotros».

María continuó viviendo en la casa hasta que se enamoró de otro hombre, un marroquí dedicado a la construcción que la llevó a conocer mundo y con el que tuvo otra hija. Embarazada de cinco meses se fue a vivir con él a un pueblo de la sierra de Madrid. Pero lo que en principio pensaba que pudiera ser una relación duradera, acabó derivando en maltrato. «Las cosas empezaron a ponerse mal cuando empezó a cuestionar cómo vestían mis hijas, que si debían ponerse hiyab en la cabeza y hasta chilaba. Yo me negaba. Después siguieron los insultos y, más tarde las amenazas. ¡No podía más! Así que me volví a mi piso de Moratalaz. Pero me perseguía, me decía insistentemente que volviera con él, me amenazaba con quitarme a mis hijas y llevárselas a Marruecos. Me agredía y me insultaba. Así que salí huyendo del piso y me refugié en casa de mi padre mientras esperaba que me dieran otra vivienda social que no fuera ya la de Moratalaz. No salía a la calle, me daba miedo de que mi marido pudiera hacerme algo».

María cuenta que, un día, su ahora ex marido la llamó para que fuera a recoger sus cosas a su antigua casa. Y lo hizo, pero acompañada de su yerno, su padre y una de sus hijas. «Entré en casa sola porque no permitió que lo hiciera nadie más y, cuando me di cuenta, había vendido todo, no quedaba nada. Me dijo que fuera a la cocina. Vi que empuñaba un cuchillo y me puse a chillar. Así que padre y mi yerno entraron y se enfrentaron. Al final, llegaron sus familiares y acabaron dándonos una paliza con palos y piedras. No pensaba denunciar, pero mi hija me dijo: «mamá, hazlo por mí"». Y lo hice.

María se encerró en casa, la dieron un dispositivo de auxilio para víctimas de maltrato con riesgo y perros de acompañamiento para ella y para sus hijas entrenados para proteger a mujeres víctimas. Dice que sus hijas han estado mucho tiempo acudiendo al psicólogo porque no podían dormir. Ahora van a boxeo. «El profesor me decía que le asustaba ver la rabia con la que mis hijas golpeaban el saco de boxeo, pero ahora se han hecho fuertes».

Tenía que huir de su agresor y la Comunidad de Madrid le adjudicó otra vivienda social en un municipio de la sierra de Madrid y allí se marchó con lo poco que tenía. «Eran pisos donde estaban realojados marroquíes y gitanos. Sentí miedo, pero no salía para nada, no quería que nadie supiera de mí. Dormíamos en el suelo con unas mantas, hasta que las trabajadoras sociales me proporcionaron unos colchones. Paseábamos solas y éramos felices con que nadie nos molestara. Sólo salía a cuidar a mi padre cuando mis hijas estaban en el colegio».

Pero la mala suerte parece un compañero inseparable de María. A finales de febrero pasado, durante la primera oleada del virus, su padre empeoró de su enfermedad crónica hasta el punto de fallecer. «Murió en mis brazos diciendo que se asfixiaba, fue muy duro», dice. Así que, no volvió a su casa hasta que acabó el entierro, después de cuatro días. De la casa de su padre salió con la furgoneta que le había dado, un televisor y algunas cosas de recuerdo. Llegó a su casa de la sierra de Madrid, que prefiere mantener en el anonimato para evitar a su agresor, ya de noche, con su hija durmiendo en sus brazos. Cuando trató de introducir la llave en la cerradura se percató de que el cerco estaba roto y que la llave no entraba. Nerviosa, llamó con insistencia a la puerta. «Me abrió una mujer y allí acerté a ver a otra tumbada en mi colchón y con las mantas que me había dado la trabajadora social. Junto a ella estaba una niña que llevaba la ropa de mi hija. Les dije que esa era mi casa, pero decían que no se iban. Llamaron por teléfono y acudió otra persona con otro niño para apoyarla. Llena de rabia llamé a la Policía, les expliqué la situación y, aunque pidieron a los okupas que se marcharan, ellas se resistían. Mis vecinas ya me habían contado que no se iban de vacaciones a su país por temor a perder la casa porque los mismos ocupantes de las viviendas colindantes avisan a sus familiares de que había viviendas vacías que okupar. Yo no me quería ir de allí pero salió al rellano la familia de los okupas, me amenazaron con matarme. Decían que era gente que se dedicaba al tráfico de drogas», dice entre lamentaciones. La Policía la sugirió que se fuera a un albergue, pero está prohibido para perros y María no quería deshacerse de los que tienen para protegerse se su maltratador.

Reclamó en vano sus pertenencias, pero no pudo sacar nada. «No tengo ya pasado. He perdido las fotos de mis padres, la del bautizo de mis hijas y hasta una muñeca de porcelana que tiraba de un carro que siempre ha tenido mi familia y que siempre me ha gustado. La gente, por consolarme, dice que todo eso se tiene en la mente, pero esto hay que vivirlo».

Entre el llanto y la rabia María se fue a casa de una de sus hijas que ya se ha independizado que acogió a las su otras dos hijas. Ella dormía en la furgoneta heredada de su padre junto con los dos perros. Y así ha estado hasta el mes de agosto pasado en que consiguió alquilar una casa por 300 euros en una localidad que prefiere seguir manteniendo en el anonimato con el subsidio de 400 euros que recibe como víctima de maltrato.

«Para comer, voy a Cáritas», dice. La Comunidad de Madrid denunció el caso en abril y ahora está a la espera de la sentencia. Cuando sean desalojadas las okupas, María tendrá que volver a su casa como paso previo para que se le adjudique otra. Pero eso puede que tarde un año y María tiene miedo de que los familiares de las okupas la emprendan contra ella. «No puedo creer que haya sido maltratada dos veces por la misma raza. No duermo ni como, vivo con rabia pensando en morirme todos los días, pero tengo que seguir por mis hijas, sólo por ellas».