Gastronomía

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Bodegas Rosell: la taberna total de las esencias de Madrid

Sus croquetas de jamón, cabrales y bacalao son solo una de sus muchas delicias

Los hermanos Rosell recogieron el testigo de su abuelo
Los hermanos Rosell recogieron el testigo de su abueloEnrique CidonchaLa Razón

Si uno vagabundea por la capital y se fia de los «queos» de los gatos tiene que parar tarde o temprano en Bodegas Rosell. En las inmediaciones de la estación de Atocha, éste es un sitio que resume como pocos las esencias madrileñas. Si algo caracteriza a esta ciudad es el conjunto de viñetas que de manera anárquica componen un marco único. Los madrileños no alardeamos de casi nada, porque somos depositarios de ese patrimonio invisible llamado complicidad. Manolo y Pepe, junto a sus hermanas, son los legatarios de una casa que fundó un abuelo con un modesto almacén de vinos de barrio. Han pasado las generaciones y en este rincón bullanguero solo se despacha felicidad.

El vino, faltaría más, es el santo y seña de esta taberna que nos abraza como una madre. En el vientre de la misma, unas cuevas protegidas por patrimonio que se van enroscando hacia lo más íntimo del corazón silencioso de sus clientes, hay aposentadas más de doscientas referencias. Aunque la clave de identidad, el genuino DNI de la Bodega es la devoción a los vinos de los gatos. Manolo y Pepe conocen como nadie que esta tierra fue de vinos, no solo de destino de los arrieros manchegos que comerciaban en los arrabales de este poblachón llamado Madrid, sino el paisaje del albillo real o la garnacha.

Por encima de cualquier snobismo enopático, en este tabernáculo se disfruta de una cocina larga y prácticamente inabarcable. El pizarrón de la casa tiene tantos alicientes como raciones, tapas o delicias que puedan ser pedidos por unos comensales auténticos del bodegón de puntapié. La croqueta es episcopal, pues la bechamel es delicada y honda como el desamor. Destaca, junto a la de jamón o cabrales, una majestuoso ejemplar de bacalao. Porque como resulta obligado en un hospicio de hedonismo madrileño, todo gira en torno al bacalao.

Gloriosa penitencia

Bodegas Rosell amplía su vibrante llamada para castizos y tabernarios con una terraza kilométrica con una tensa espera de ese momento que marca el golpe de una botella en la mesa, y un bocado tan goloso y fugaz como son los madrileños. Sentirse parroquiano de esta casa tiene dos caminos. O ser chipén y del barrio, o haber escuchado el boca a boca que habla de Rosell como estación de paso. Esa golosa penitencia de precio más que ajustado, ya que en esta casa, que apostó por uno de los primeros foie de la ciudad, nunca se han desmelenado con la cuenta. Cariño, calidez y camareros que saben de lo que hablan. Vamos, unos catedráticos de chaquetilla y buena vida. Frente a lugares tan pomposos que nos azotan con el cilantro o la soja, en bodegas Rosell solo tenemos que dejarnos llevar por la gloria popular.

Además, para terminar, un buen paseo por un Madrid que no necesita notarios ni periodistas. La comida, la bebida solo son pretextos para que uno tenga una casa de refugio de verdad en la ciudad tan abierta. El cristal de la copa de vino es tan delicado como la grandeza de estos taberneros.

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Callos, tortilla de patata de quitar el hipo, salmorejo, guisillos de todo tiempo o el cocido para los que conocen el secreto... Todos ellos componen un pasaporte para perderse una vez que se abren las puertas de las Bodegas Rosell. No solo el tren; también la cita con el inspector de hacienda o esa rúbrica de la novela nunca escrita.
Bodegas Rosell
Bodegas RosellEnrique CidonchaLa Razón