Historia
¿Por qué Madrid siempre ha sido un polo de inversión si no tiene mar?
Durante la Dictadura se impusieron los pasos subterráneos o los elevados o la autopista periurbana que hay que soterrar
Durante la Dictadura, en Madrid volvió a ocurrir, paradigmáticamente, lo que ocurrió con los afrancesados y luego con los liberales. Había que modernizar toda la ciudad: y de nuevo las piquetas, esta vez las palas excavadoras que hacen el trabajo más deprisa y más limpiamente, se llevaron por delante mucho del Paseo de la Castellana, o de las calles de Velázquez y Serrano. Era natural: donde los antiguos habían construido un palacete, ahora se podía levantar una «moderna» torre de oficinas. Y hubo obras por doquier y se impusieron novedades, como los pasos subterráneos y los elevados, que ahora toca retirar. O la autopista periurbana, que hay que enterrar («soterrar», me dicen que se dice), la famosa M-30 y el Calderón. Ruiz Gallardón, alcalde de Madrid, sintió la necesidad de poner patas arriba la ciudad y desde luego que lo consiguió. Madrid es otra cosa desde su mandato, desde las bellísimas torres de la Plaza de Castilla, que se otean desde todas partes a decenas de kilómetros a la redonda, a la ciudad verde sobre el que en otro tiempo fue el asfalto de la M-30 y así sucesivamente.
Ahora creo que se va a hacer otro trabajo hercúleo y de décadas alrededor de la Estación de Chamartín. Esto es lo que ha ofrecido Madrid. Alojamiento a los servidores del rey, que hoy se llaman funcionarios, pero mucho más. Gracias a la estulticia nacionalista, se ha convertido en el gran polo de inversiones, aun a pesar de no tener mar, porque Madrid sigue sin salida al mar.
Madrid sigue siendo una ciudad del sector servicios, sin duda. Pero el sector servicios de hoy, no es el de 1898. En Madrid se ha sabido favorecer y potenciar las bases del desarrollo económico del siglo XXI.
Comparando los mapas demográficos de la actualidad, con los del siglo XVIII y aun con los del siglo XVI, resulta interesante -o preocupante- comprobar cómo las grandes zonas portuarias, del Atlántico (incluyo el Cantábrico) y del Mediterráneo tienen la mayor parte de las grandes ciudades. Esto ocurre hoy y ocurrió en el siglo XVIII. En el siglo XVI, también era así, pero con una pequeña matización: el interior de la Península estaba en términos porcentuales (¡y a veces absolutos!) más poblado que incluso en la actualidad. La desaparición de comarcas comerciales (las Medina del Campo y de Rioseco) y su desplazamiento a Madrid-Sevilla-Lisboa son el ejemplo más manido de esa realidad acaecida en los lustros finales del reinado de Felipe II.
Dependencia de la monarquía
En conclusión: esta era la realidad social de Madrid; dependencia de la Monarquía, dificultades de acceso, problemas y preocupaciones para la provisión de tanta población.
Lo de las dificultades de acceso era un lío cadañero. Los pasos del Guadarrama se cortaban todos los inviernos. Había semanas, cuando no meses en los que no se podía transitar, precisamente de «allende los puertos» (decían en Valladolid) hacia «aquende los puertos». Para soslayar tal problema que podía derivar en alteraciones del orden público por hambre, Madrid disponía, bien en propiedad, bien en alquiler a particulares, conventos o municipios, de pósitos desde los que fuera más rápido organizar una urgente emisión de grano hacia la Corte. Esto desde el siglo XVI. Del mismo modo que las compras de carne se hacían desde Extremadura a Galicia y comoquiera que las reses perdían peso en el viaje, a la entrada de Madrid había una «Dehesa de la Villa» dedicada especialmente al engorde (también al recaudo) de ese ganado antes de su sacrificio. Trigo de las dos mesetas, carne de donde hubiera ferias de vacuno y pescado cecial o en salazón de donde se pudiera. Madrid se fue convirtiendo en un monumental estómago -para las capacidades de producción de aquellas sociedades-, eso sí con gremios propios, curiosamente todos muy tardíos.
No deja, pues, de ser sorprendente la capacidad de resolución de los problemas que acuciaran. No era Madrid quien los resolvía, pues Madrid es una ciudad y por ende, hasta donde entiendo, inánime. Eran sus gobernantes, pero más los procedentes de la Corte, que tenían mundo, que los de la Villa, que tenía acaso limpieza de sangre.
Efectivamente, el mundo económico se repartía por las decadentes Valencia y Barcelona, pues decadente aunque no desaparecido del mapa estaba el Mediterráneo, mientras que Sevilla y Cádiz eran las luces fulgentes que alumbraban las riquezas del planeta a la Península. España (mejor diré Castilla) era una estructura fragmentada, con un gran centro político, y con un gran centro económico. Por otro lado, las dos grandes coronas, la de Castilla y la de Aragón vivían en gran medida de espaldas una a la otra. En este momento se puede decir que la falta de integración de los mercados mediterráneos con los del interior peninsular eran notabilísimos y ejemplos no faltan para demostrarlo.
Para explicarlo, desde luego la foralidad ese monstruo que devora el desarrollo entre vecinos. La amplia red de puertos secos que tenían finalidad fiscal entre ambos territorios es un buen exponente de ello. Así como la abundancia de topónimos referidos a “puertos” que existen en llanuras del interior de la península nos siguen recordando que contra el libre mercado, se ha obrado desde siempre, potenciando su parálisis o su estancamiento.
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