Gastronomía
El 22: la nueva meca del vino de culto está en Colmenar Viejo
Lai Rueda, un sumiller con el radar siempre afinado, y Carlos Moreno, un joven chef, suman fuerzas

Nadie discute que Madrid tiene su magnetismo -un servidor es el primero en rendirse a sus encantos, qué remedio-. Pero no todo lo extraordinario tiene que estar dentro de la M-30, por mucho que algunos se empeñen en creer que la vida empieza y acaba en el kilómetro cero. Hay quien sigue convencido de que la alta gastronomía necesita avenidas rimbombantes y fachadas con ínfulas, como si el buen vino y la cocina con carácter no tuvieran derecho a respirar aire puro. Qué error. Qué inmenso error. Porque resulta que más allá de la gran almendra urbana también pasan cosas. A veces, incluso, pasan mejores cosas. Basta con fijarse un poco para darse cuenta de que, en un mundo donde el espacio escasea y los alquileres rozan lo delictivo, los hosteleros con ambición empiezan a mirar más allá del asfalto sofocante, dispuestos a demostrar que la excepcionalidad no entiende de coordenadas. Lo que antes era un destierro ahora es una ventaja. ¿Quién necesita un skyline de fondo cuando se puede cocinar sin presiones inmobiliarias y elegir un vino sin el cuchillo del margen de beneficio al cuello? Un servidor, que ha trasegado lo suyo en busca de grandes mesas, lo tiene claro: lo bueno no se mide en distancia al centro, sino en criterio. Y en Colmenar Viejo acaba de abrir un sitio que lo tiene en cantidades industriales. El 22 no juega a ser lo que se espera de un restaurante fuera de la gran ciudad. Ni asador de manual, ni casa de comidas de sota, caballo y rey. Aquí el vino es religión y la cocina, su mejor aliada. Lo han montado Lai Rueda, un sumiller con el radar siempre afinado, y Carlos Moreno, un joven chef que entiende la cocina como un terreno de juego sin reglas fijas; en sala, los acompaña José Dalton, excompañero de Lai, con quien forjó una complicidad profesional que hoy los vuelve a reunir en este proyecto.
Los apenas 30 minutos que separan Colmenar Viejo del centro de Madrid son casi anecdóticos comparados con el extenso recorrido profesional de Lai, un viaje que lo ha llevado de algunos de los mejores restaurantes de la capital -El Chaflán, Kabuki, Alboroque o Nikkei 225- a establecerse definitivamente en este municipio del norte, donde ha encontrado el escenario perfecto para expresar su forma de entender, vivir y compartir el vino con absoluta libertad. Su carta de vinos es cualquier cosa menos predecible. Extensa, personal y con carácter, es el reflejo del criterio, los gustos y los años de conocimiento y experiencia de Lai. El 80 % de la bodega responde a su propio instinto, a su manera de entender el vino y al placer de elegir sin concesiones. El resto está pensado para quienes buscan certezas, pero incluso en esa franja todo responde a una intención clara: salir de lo que se encuentra en todas partes. Las referencias dibujan un mapa sin fronteras; grandes vinos y pequeños productores, botellas inesperadas y etiquetas de culto -de casas legendarias como Vega Sicilia, Château Margaux, Château Cheval Blanc o Château Mouton Rothschild-; más de 15 referencias de champagne -como Bollinger o Louis Roederer Cristal- más de 30 blancos extranjeros -Sudáfrica, California e Italia, por nombrar algunos países-, añadas memorables y verticales de casas señeras. Botellas que no se encuentran en otros lugares de la sierra -ni en las salas más reconocidas de Madrid-, copas excepcionales que pueden llegar a los 60 euros y, sobre todo, un criterio que no se pliega a normas ajenas. Pero si algo define esta bodega es su flexibilidad. Más del 80 % de la carta puede pedirse por copas gracias al Coravin, permitiendo que disfrutar de un Castillo Ygay no sea un lujo inalcanzable, sino una posibilidad real. La elección nunca es impuesta, porque Lai no busca convencer, sino acompañar. Tiene un talento indiscutible para convertir cada elección en un hallazgo inesperado; su terreno es conocer al cliente, entender su paladar y adaptar cada recomendación a sus preferencias. Quien quiere un verdejo, lo toma -eso sí, será el mejor verdejo que haya probado en mucho tiempo-. Quien se deja llevar, encuentra en su copa una historia por descubrir.
Si en El 22 el vino marca la experiencia, la cocina responde con una propuesta igual de libre y expresiva. El chef sotorrealeño Carlos Moreno ha encontrado en este proyecto el escenario perfecto para dar rienda suelta a su instinto creativo. Su cocina es honrada y sin artificios, pero también inquieta, abierta a influencias que atraviesan continentes y que, de manera natural, han terminado acercándolo a los sabores de Asia. Esa exploración constante se traduce en una carta con múltiples registros: guisos y caza conviven con tiraditos, curris y bocados que remiten a cocinas de distintas partes del mundo, con especial fijación por la intensidad del umami y la complejidad de los picantes. El picante es un hilo conductor a lo largo de la comida. Un calor ligero, que se mantiene sin imponerse, que reconforta en lugar de avasallar. Así, su carta la forman elaboraciones como la ‘croqueta de kimchi en arroz verde’, el "tiradito de lubina en salsa ponzu", la "zamburiña huancaína", el "langostino kataifi en salsa de curry-coco", la "ensaladilla de El 22"-reinterpretada con gallina, huevas de trucha, ají amarillo y aceite de hierbas- o la "costilla de vaca, teriyaki y apionabo", que se deshace en la boca como mantequilla. Pero si hay un plato que encapsula la filosofía de Carlos, es "El Curry de El 22"; cada semana, la receta cambia según la disponibilidad de ingredientes y, sobre todo, el antojo del chef. En el apartado de postres, destacan un clásico como el "chocolate, pan, aceite y sal" o la "panacotta de maracuyá, albahaca y menta", un final cremoso y fresco que equilibra la intensidad de la comida. Mención especial merece la tabla de quesos, una selección cuidada y en constante evolución, con referencias de Francia, Italia, España e Inglaterra, entre otros países, que se ajusta a la disponibilidad del mercado y a los hallazgos del equipo.
En todos los espacios de El 22 confluye la misma carta. Nada más entrar, una barra recibe al comensal -un punto de espera o el lugar perfecto para disfrutar de una copa- antes de pasar a la sala, un espacio sobrio y elegante, bañado por luz natural y con capacidad para 30 comensales. Desde el interior, una amplia cristalera da paso a la terraza acondicionada, disfrutable durante todo el año desde sus mesas altas para hasta 20 comensales. Y en el exterior, a pie de calle, otra terraza con la misma capacidad, donde la experiencia se vive con la misma libertad. Además de la carta, ofrece un menú degustación (45 euros) y un menú ejecutivo (19 euros) disponible entre semana.
Confundir la ubicación con la grandeza es un viejo vicio que aún colea. Pero lo que realmente importa no es el dónde, sino el qué y, sobre todo, quién lo hace posible. Si es usted de los que piensa que el buen beber y el buen comer solo se encuentran donde hay parquímetros y calles de un solo sentido, quizá sea hora de replantearse algunas cosas. Y El 22 es un excelente lugar para hacerlo.