
La historia final
De cuando Barcelona fue Corte Real (siglos XV al XVIII) y II
Corrió la especie de que el embajador de Francia (que estaba en Barcelona), ofrecía al rey 30.000 hombres para invadir Cataluña y zanjar debates. Se vieron filos de dagas

Felipe III estuvo en 1599 después de la boda en Valencia. Fue una visita llena de parabienes, el Principado «había recibido con expresiones de entusiasmo y lealtad» a los reyes, pero «la situación se degradó con rapidez». Efectivamente, «las mismas Cortes, que tan exitosas habían resultado, pronto suscitaron problemas». Y fueron un incidente entre el virrey y delegados del Principado, que se sustanciaron en detención, sustitución del virrey y la manifestación evidente de la fragilidad de las relaciones con el Principado.
Un cuarto de siglo tardó el rey en volver a Cataluña. Esta vez fue Felipe IV en 1626, con ocasión de la presentación de la «Unión de Armas». Ni el acontecimiento era tranquilizador para los celosos de sus fueros, ni los tiempos bonancibles. Con las fiestas de la traslación del cuerpo de San Raimundo de Peñafort se podían endulzar algo los ánimos (19 de abril). Pero no fue así porque al día siguiente, en las Cortes si el rey quería que se tratara de los problemas del imperio, el conde de Peralada arrastró a los nobles catalanes para que se tratara sobre los problemas catalanes. El rey necesitaba 16.000 hombres y dinero bastante para la defensa de los territorios centroeuropeos. Corrió la especie de que el embajador de Francia (que estaba en Barcelona), ofrecía al rey 30.000 hombres para invadir Cataluña y zanjar debates. Se vieron filos de dagas. Calmados los ánimos, Felipe IV rehusó participar en las fiestas del 23 de abril, y comoquiera que las discusiones subían de tono, el rey anunció el 25 de abril su intención de abandonar Barcelona, «ha cinco semanas que estoy aquí sin que se haya tratado de mi servicio. Téngome de ir el lunes…», «tengo vistos vuestros corazones». Exaltados de nuevo los ánimos, el rey se marchó: acudieron a darle el dinero solicitado, pero no regresó a Barcelona. Fue la abrupta salida del 4 de mayo.
En 1630 visitó Barcelona su hermana María que iba a casarse con el Emperador Fernando y salía, camino del Imperio, desde Barcelona. Estuvo alojada en Barcelona cuatro meses. Volvió a haber problemas de protocolo, de acompañamiento de doña María. Durante su estancia, se ganó la voluntad de los barceloneses que lamentaron su partida.
Felipe IV volvió en 1632. De nuevo fue un viaje, «ocasión perdida». Felipe IV nunca más volvió a Cataluña. La preeminencia del orden de los asuntos que se debían tratar en Cortes, que si los de la monarquía o los del Principado, eran la causa, o la excusa, de los enfrentamientos.
Y vino la guerra de 1640 y sus derivaciones. Al fin con don Juan José de Austria en Barcelona entre 1652 y 1656 se convirtió a «Barcelona, corte en tiempos de reconciliación» (pp. 369-403). A su vez, la hija de Felipe IV, Margarita pasó un mes en Barcelona en 1666 camino del Imperio pues era protagonista de un enlace entre las dos ramas de la Casa de Austria. Sin embargo, la muerte de su padre (1665) y su mala salud, hicieron menos vistosa esta visita.
No perdió Barcelona el afecto real durante el siglo XVIII, porque fue «Corte borbónica, corte austracista» (pp. 405-558). Y así, las visitas de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya (1701-1702) antes de la Guerra de Sucesión presagiaban un esperanzador nuevo futuro, pero al final todo se saldó «en una más de tantas expectativas incumplidas».
Efectivamente la Ciudad Condal fue sede de la Corte de Carlos de Austria e Isabel Cristina de Brunswick entre 1705 y 1713, aunque esta llegó más tarde que el esposo (Mataró, 24 de julio de 1708). Si los austracistas tuvieron sus meses de gloria, en 1711 el destino se volvió muy incómodo: conquistada Zaragoza en 1711 y listo un ejército para entrar desde Francia, la situación se hizo alarmante. Afortunadamente para Carlos [VI] la muerte del emperador José I le sirvió de alivio para abandonar Cataluña a su suerte, como lo hizo el 27 de septiembre. Bien es verdad que dejó a su esposa en Barcelona «como prenda de su regreso» (p. 492), pero el 19 de marzo de 1713 ella también se fue a Viena.
La autora nos deleita con un último capítulo dedicado a «Barcelona, corte del absolutismo ilustrado», en donde nos narra las visitas principescas y centra su atención en la venida a España de Carlos III en 1759 desde Nápoles por Barcelona (pp. 501-520), y nunca, ninguna jornada real por Cartagena, Alicante, o Valencia, para cerrar el libro con la famosísima vista de las dobles bodas reales en tiempos de Carlos IV, de 1802, las del futuro Fernado VII con María Antonia y la de Francisco Jenaro (ambos de Nápoles) con María Isabel. No eran tiempos fáciles aquellos, ni aun los siguientes. En cualquier caso, esa visita ponía punto y final a cuantas hubo, y fueron muchas, de los reyes a Barcelona.
Pongamos así punto y final a esta detalladísima obra en la que con magistral suavidad se han cruzado informaciones institucionales, políticas, festivas, de arquitectura efímera, procesiones, y crónicas, muchas crónicas de tantos acontecimientos que tanto tienen de la Historia de España y de la generosidad de la Monarquía para con Barcelona.
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