
Gastronomía
Madrid arranca el otoño con la cuchara en la mano
Llega octubre y los restaurantes desempolvan lo mejor de sí: ollas con borboteo, cucharones que reparten consuelo

El calendario lo proclama y las calles lo susurran: Madrid entra en otoño. No es aún invierno, ni siquiera frío de bufanda, pero las tardes ya no invitan a la terraza sin chaqueta ligera. El aire cambia de compás, las noches son más breves y aparece ese olor a humo urbano que anuncia la estación. Antes de que llegue el veranillo de San Miguel, con su falsa tregua, ya late en el cuerpo un deseo preciso: cuchara.
Porque la mesa, como la piel, cambia de antojos. Lo que en agosto fue gazpacho o ensalada, ahora pide hondura y calor. No hace falta desplome térmico: basta una mañana fresca, una tarde encapotada, para que vuelvan a la memoria los guisos de la abuela, las ollas que cantaban a fuego lento, los aromas que se quedaban pegados a la ropa. Son recuerdos de infancia que hoy se reencarnan en los fogones madrileños.
Madrid tiene el don de reinventarse sin renunciar al recetario. Llega octubre y los restaurantes desempolvan lo mejor de sí: ollas con borboteo, cucharones que reparten consuelo. Es la liturgia de los platos de fondo, los que no se improvisan, los que requieren paciencia. Y ahí la capital levanta su inventario de templos.
En Barbudo, José Carlos Fuentes arranca temporada con garbanzos de raza, rabo de toro y un pellizco de foie. Plato con hondura de albero y descaro de modernidad. También aparece en carta un arroz meloso con setas y oreja en queso payoyo: otoñal, melancólico y sabroso como una tertulia de sobremesa.
Si el antojo pide alubias, el Grupo Asgaya tiene la respuesta. En La Charca Taberna, La Charca Restaurante y Cervecería Asgaya —esa trinidad asturiana de Plaza de España— la fabada es religión. Verdinas con mar, fabes con compango, guisos que entibian la garganta y abren sonrisas de parroquiano.
Otro bastión de cuchara es Hevia. Desde 1964, este clásico del barrio de Salamanca ha hecho del guiso un idioma propio. Patatas a la riojana, lentejas con alma, fabada asturiana o cocido madrileño: platos que se repiten cada otoño como un rito civil, donde tradición y constancia se aplauden a diario.
Pero el cocido, ese rey castizo de los tres vuelcos, merece capilla propia. Malacatín, con más de un siglo de servicio en La Latina, pertenece al santoral de los Restaurantes Centenarios. Taberna de paredes con historia y sopa de fondo inconfundible, allí el cocido no es plato, es bandera. En La Daniela, por su parte, el orden es sagrado: primero la sopa, luego garbanzos y verduras, al final la carne. Sota, caballo y rey, como manda el canon.
El otoño madrileño se mide en cucharadas. No hace falta que el mercurio roce el cero: basta entrar en cualquiera de estas casas y dejarse abrazar por el vapor de sus ollas. Porque en esta ciudad, donde el ritmo nunca cede, los guisos siguen marcando el compás. El cuchareo no es nostalgia: es presente con fundamento, alivio para el alma frágil y para el cuerpo que se enfría.
Y es que en Madrid, cuando se abre la veda del guiso, la vida se sobrelleva mejor con una cuchara en la mano.
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