Puerta principal de la Modelo de Madrid al comienzo de la guerra

Un novicio en la Embajada

Esta es la historia de un hombre bueno que, gracias a su ingenio y a la condescendencia de cierto funcionario de prisiones, sobrevivió a la Guerra Civil

Esta es la historia de un hombre bueno que sobrevivió a la Guerra Civil gracias a su ingenio, a la virtualidad del derecho de asilo y a la condescendencia de cierto funcionario de prisiones cuyo nombre nunca llegué a conocer.

Es un relato para creer o para no creer. No tengo documento alguno que lo sustente e incluso me faltan datos que pudieran convertir mi aportación en algo valioso para un historiador: todo está basado, nada más, en el recuerdo de lo que oí más de una vez de boca del protagonista. Y de la buena disposición del lector.

Quiero, pues, contar la peripecia de alguien que el 18 de julio de 1936 era un novicio salesiano. Había nacido en un pequeño pueblo de la provincia de Ávila un año antes del comienzo de la I Guerra Mundial. Tenía, por lo tanto, diecinueve años cuando comienza su aventura; murió en 1990, con setenta y dos años de edad.

Para saber mejor de quién trato de hablar, bueno es saber que su padre era oficial de la Guardia Civil y prestaba servicio en la provincia de Salamanca.

Guardias de asalto a las puertas de Modelo, al comienzo de la guerra
Guardias de asalto a las puertas de Modelo, al comienzo de la guerraarchivo

Antes del terminar el mes de julio del 36, él y la práctica totalidad de sus compañeros, fueron hechos prisioneros en el noviciado de Mohernando, Guadalajara, llevados a Madrid e internados en la Cárcel Modelo. Según le oí decir, del casi medio centenar de los que ingresaron en la cárcel, solo cuatro llegaron con vida al final de la guerra. Él fue uno de ellos.

Insistía en que cuando lo interrogaron, recién llegado a la cárcel, supongo que para rellenar su ficha, “no mentí, pero me las arreglé para que quienes tenían delante se imaginaran lo que a mí me convenía”.

—¿De dónde eres?

—Nací en Ávila pero vivo en un pueblo de Salamanca.

—¿Profesión?

—¿Qué?

—Que qué hacías antes de venir aquí.

—Lo que podía encontrar ¿Qué puede hacer un pobre en el campo?

—Pon, bracero. -Le dijo al que escribía- ¿Y tú que hacías con los curas? Eres pobre, tu padre seguro que se desloma trabajando las tierras de otros ¿Y a ti no se te ocurre cosa mejor que hacerte fraile?

—¡A ver! El maestro de mi pueblo decía que yo era muy espabilao, pero no tenemos ni un real. Aquí no me cuesta nada estudiar, así que con el tiempo, podría haberme hecho con un título, maestro o así, ¿Yo qué sé? Luego, ya veremos.

—¡Maestro! ¿Eh? ¡Anda, pasa pa dentro!

Y entró, vaya si entró. Y pasados unos días se las arregló para que le dejaran encargarse de la biblioteca de la cárcel, que la había y estaba, decía, manga por hombro. Clasificó el material, documentó los volúmenes, y se encargaba de distribuir los libros disponibles entre los pocos internos a quienes les permitían disfrutar de tal privilegio.

El tiempo pasaba, cada día se producía alguna “saca” en condiciones tales que cualquiera que tuviera ojos y oídos podía deducir sin ningún margen de error qué suerte esperaba a los que salían de la cárcel en aquella camioneta.

Galería de presos de la cárcel Modelo
Galería de presos de la cárcel Modeloarchivo

También era frecuente, aunque menos, el que algunos de los reclusos obtuvieran la libertad. La dirección de la cárcel llamaba al agraciado, le comunicaba la buena nueva, le entregaba un sucinto certificado, y un par de carceleros le acompañaban hasta la puerta.

Alguien observó que, vistas las aparatosas muestras de despedida de los guardianes, cualquiera que se lo propusiera, podía saber quiénes de los que cruzaban el portón era prisioneros liberados y quiénes no. Y empezó a correr el run run entre los internos de que cuando salías, te estaban esperando, y terminabas en manos de alguna cuadrilla que acababa contigo de cuatro tiros.

La carta de libertad, según se decía, era el preámbulo de “el paseo”.

Una mañana mientras estaba ordenando libros en la biblioteca, lo llevaron ante el director.

—Bien, muchacho, se acabaron tus problemas. Toma.

—¿Es lo que yo creo?

—Así es: eres libre. Han revisado tu caso, y no hay razón para que sigas preso. Suerte.

—Ya, bueno, libre. Pues muchas gracias, pero el caso es que… No tengo dinero, ni sé dónde ir, ni conozco a nadie en Madrid. No soy más que un pobre paleto sin oficio ni beneficio.

—Si, pero es que estás libre, así que…

—Esto, y digo, yo, si hasta que encuentre algo, no podría quedarme aquí.

—¿Aquí? pero, muchacho, esto no es una pensión; esto es La Modelo.

—No, si ya. O sea: me quedo aquí, sin sueldo, solo por la cama y el rancho. Por la mañana trabajo en la biblioteca, salgo por las tardes, busco trabajo ahí fuera, y cuando lo encuentre… Pues eso, ¿Me explico?

—Mira, por mí… Pero no puedo darte ni un papel, que me la juego.

Empezó un tiempo extraño, dedicando las mañanas a los quehaceres que le habían ocupado cuando era un preso más, saliendo después de medio-día sin saber muy bien qué hacer en unas calles que se le antojaban peli-grosas, aunque sí consiguió hacerse con la dirección que iba a necesitar cuando llegara el momento.

Un par de semanas después, a media tarde, salió por la puerta principal, como otras veces. El miliciano que estaba de guardia, que era de Usera y lo conocía, le saludó puño en alto, le deseó suerte y vio cómo se perdía al doblar la esquina.

Víctimas de la Guerra Civil española
Víctimas de la Guerra Civil españolaarchivo

Más o menos una hora después el ex recluso llegó ante la Embajada de Panamá. Fue recibido, solicitó asilo político, se le concedió y pasó a ser uno más de los que encontraron un hueco entre los muros de alguna de las Legaciones extranjeras de Madrid que se prestaron a esa labor.

Empezó una nueva etapa con la relativa seguridad de una bandera pro-tectora sobre la cabeza que le ponía a cubierto de los que ya le habían encarcelado una vez. Por suerte para él, Panamá fue una de las Embajadas que fueron respetadas.

Pese a todo, las dificultades para conseguir suministros con los que aten-der las necesidades de un colectivo que triplicaba el habitual, acabaron provocando una situación de penuria que afectó casi por igual al grupo de acogidos al derecho de asilo que al personal de la Embajada.

—Nos salvó una mano amiga y desconocida que de tanto en tanto tiraba por encima de la barda del patio un saco de algarrobas.

—¿Algarrobas?

—Algarrobas. Ya sé que nunca las has comido. Yo tampoco lo había hecho hasta entonces. Cuando era adolescente, en mi pueblo, las algarrobas eran pienso para los animales; forraje ¿sabes? Pero “a buen hambre no hay pan duro”, así que, sí, las comíamos.

—¿Y nunca supisteis quién era el benefactor?

—Jamás. Era un amigo, de eso no hay duda. Nos mandaba algarrobas, o sea que no era un “paseante en cortes” sino alguien que supongo que tendría tierras fuera de Madrid. Tenía propiedades, era nuestro amigo, por tanto poco favorable al Gobierno de la República, pero, por las razones que fuera, gozaba de suficiente capacidad de movimiento como para llegar con sacos de algarrobas hasta la casa de al lado y hacérnoslos llegar a nosotros. Una verdadera suerte. Nos mató el hambre.

—¿Y cómo las guisabais?

—Como si hubieran sido lentejas, pero el problema es que no teníamos apenas nada que añadirles para que estuvieran medio apetitosas. Al final, un chorrito de aceite hasta que se terminó, un casco de cebolla si tenía-mos, un diente de ajo, pizca de sal y a correr.

—¿Estaban buenas?

—¿Buenas? Eran comestibles y con eso bastaba. Había algunos refugia-dos, gente mayor, gente “fina” ¿entiendes? cuyo estómago se resistía a digerir aquello, y lo pasaban muy mal. Yo era un veinteañero de pueblo acostumbrado a comer lo que tocara, así que me las arreglé bastante bien.

Hasta aquí la historia que yo oí. Cuando terminó la guerra, el protagonista esperó los días suficientes para que la salida de la Embajada y su acredi-tación como refugiado no le trajeran problema alguno. No podía andar por la calle sin documentación y no sabía cómo procurársela.

No volvió al noviciado. Se alistó en el ejército. Estudió Filosofía y Letras mientras estaba en filas; más tarde accedió a la Cátedra de Literatura Española en La Laguna, Universidad de la que fue Rector.

Sé que, cuando por su condición de Rector era Procurador en Cortes, trató de saber qué había sido del director de la cárcel que le permitió seguir en ella después de haber conseguido la libertad, pero no consiguió dar con él.

Fusilamientos en la Guerra Civil
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