Opinión

España nuestra

Lo que me parece es que, si hablamos mucho de «la marca España», esta palabra «España» ya escasamente oída en los discursos públicos, poco o nada va a significar fuera del mercado. Y, durante algunos lustros, por ejemplo, se ha dicho «el Estado español» en vez de «España», y ha habido oleadas de españoles «ciudadanos del mundo» o, al contrario, Estaditos que se decían esclavizados por el solo nombre de España, pese a sus historias centro-mundiales. Pero también numerosos españoles que a sí mismos se han considerado de ilustración o casta superior, han asegurado también que España tendría que dejar de ser lo que ha sido durante quinientos años, y borrar ese pasado para que no haya sido como algunos alcaldes demiurgos tratan de eliminar los hechos, cambiando los nombres de las calles, al igual que algunos faraones y sátrapas antiguos creían borrar de la crónica los nombres de otros anteriores.

Este triste y cómico ejercicio de odio y de estupidez se ha dado muchas veces como un acto reflejo ante la realidad llamada España por parte de españoles y no españoles; éstos últimos, desde luego, nutridos con resentimientos luego convertidos en estereotipos más o menos retóricos y acríticos del tipo de los que aseguran que en Suiza sólo habría vacas y relojes, los alemanes serían sargentos y filósofos, y los españoles, inquisidores, bandoleros y toreros. Y, ya puestos en el camino del disparate, hay quien asegura que los españoles somos los mayores genocidas de la historia –aunque nuestros indios existen y hablan español divinamente– y que seguimos haciendo barbacoas hasta con nuestros disidentes regionales.

Pero de todo esto podemos reírnos, y también alegrarnos de que haya otros españoles, que sean la conciencia crítica de nuestro patriotismo para que no derive en propio y vano orgullo. Pero, incluso si hubiera malos españoles, serían españoles, y no otra cosa que españoles al fin y al cabo, porque no hay dos Españas, ni dos castas de españoles, ni tampoco se puede renegar de ser español porque es un hecho como el de pertenecer al mismo grupo social y cultural de lo que se constituye como España, a finales del siglo XV.

Lucharon los españoles contra la República de Francia y por el trono y el altar, mientras otros españoles, introdujeron las libertades republicanas, pero así fueron las cosas, y lo que no sucedió entre nosotros, como en los demás países de Europa, en que, tras una guerra y no escasas ni benévolas luchas civiles, se comprobó simplemente el inevitable y profundo reconocimiento de que, aunque de diferentes pensares y sentires, somos todos españoles y hombres, que es algo realmente sustancial y sustantivo, y que no podemos llevar como una carga esta diferencia, porque es una diferencia muy secundaria frente a la solidez fundante de pertenecer a la condición humana y a una Historia común y haber superado así el estadio de conllevanza o tolerancia para ingresar en el ámbito de una libertad como nuestra simple respiración intelectual y moral de seres humanos, irrenunciablemente herederos de una Historia. que ha sido muy importante para el mundo entero, incluso para aleccionar a ese mundo acerca de que la cualidad de humanidad no puede aumentarse ni disminuirse con ningún atributo añadido su carencia.

Tiempo y sinsabores, y duras luchas ha costado a todo país este normal y necesario estadio en que una nación ya no tiene otra nación en sí misma a la que avasallar o por la que ser avasallada porque es una y la misma nación, y de esta única nación llamada España nace la Constitución del 78 –por primera vez en nuestra Historia– y no al revés: que la Constitución haga la nación, las naciones o los reinos de taifas. Aunque también hayan sido cosa nuestra, como todas nuestras desdichadas luchas de vivos y de muertos. Y es un triste pasado, pero nuestro, España nos pertenece a todos y todos venimos de nuestros padres, que es lo que significa patria, y es nuestra condición primera.