Opinión

«Agamenón», el mensaje de Esquilo

Descubrí el teatro griego – y a nadie le parecerá novedad que lo diga – gracias a Estudio 1. Fue una obra de Eurípides, pero no tardé en descubrir por aquel entonces – los once o doce años – que Sófocles y Esquilo despertaban en mí unas sensaciones poderosas. Cualquiera que se acerque hoy al «Agamenón» de Esquilo podrá descubrir las razones. En «Agamenón», los grandes personajes se mueven con una contemporaneidad que nos sobrepasa tanto si se trata del insensible héroe que da nombre a la tragedia como de esa sobrecogedora Casandra que puede ver el futuro con nitidez, pero sujeta a la maldición de que nadie crea sus vaticinios. Incluso el uso del coro – que algunos consideran erróneamente anacrónico– nos arrastra hacia una profundidad psicológica que intentaron alcanzar sin conseguirla desde los escritos psicoanalíticos de Freud a la corriente subconsciente de Joyce pasando por los recursos del teatro del siglo XX. En «Agamenón», el mortal se contempla en el espejo donde se reflejan la ambición y la fiereza, el resentimiento y la venganza, el amor y la justicia, la condición humana y la divina. Se trata de realidades que siguen tan vivas hoy en día como en la época de Esquilo y que explican porqué en el santuario de Apolo un epitafio advertía que había que conocerse a sí mismo. La inscripción no indicaba que en nuestro interior se halla una verdad que nos ha sido dado descubrir, sino que, conociéndonos, podemos aprender que somos mortales y no dioses y comportarnos con la indispensable sensatez. Ése es el mensaje de la tragedia griega en la que se fusionan el mundo espiritual y el material. Ése es el mensaje del «Agamenón» de Esquilo.