Opinión

Ecosexualidad

Como pretenden que sea delito escribir que la Seguridad Social la instituyó Franco, y que de una sociedad arruinada por la Guerra, que apenas pagaba impuestos, surgió la mayor obra civil de la Historia de España –los pantanos nos lo recuerdan en cada período de sequía–, me he decantado por elogiar la nueva
propuesta ecologista. La ecosexualidad. No es nueva la ecosexualidad, si bien en el mundo occidental no ha sido tenida en cuenta hasta ahora. En África y las selvas amazónicas, hay tribus cuyos varones fecundan la tierra con extenuante placer. Hacen un agujero en el suelo y la poseen. No se conocen los beneficios que a la tierra procuran estos menesteres, pero las costumbres ancestrales hay que respetarlas. Las tradiciones están ahí para ser cumplidas y celebradas. Para practicar la ecosexualidad hay que dominar los inconvenientes y ventajas del terreno. En la tribu cururú, que sobrevive en las cerradas selvas del Caroní, se hizo famoso el brujo «Ahuntalá», que más o menos se traduce por «el amante de la tierra que siempre mete el pito en los hormigueros». Dejó de practicar la ecosexualidad a muy temprana juventud porque las hormigas le dejaron sin el imprescindible y adecuado instrumento. Se dedicó a la política, y hasta su muerte fue el brujo de la tribu, brujo o bruja, según el día.

Los ecosexuales de las sociedades desarrolladas no pretenden fecundar la tierra y la naturaleza, pero sí mejorarlas. «La ecosexualidad busca obtener placer a través de sentir la tierra, los árboles y las flores, y así ayudar a salvar el planeta». Bien, nada que objetar de momento. Confieso mi amor por la tierra, los árboles y las flores, pero mis sensaciones se resumen en la mirada y el olfato, no en los predios del entrepernil. He regalado horas y horas de vida a mis árboles y mis flores, pero jamás me he atrevido a proponerles, mediante acoso, acciones deshonestas. Por otra parte, la ecosexualidad requiere de alto sentido de la prudencia. Hay que extremar la cautela. No es lo mismo mantener relaciones sexuales con un chopo que con un cactus. El sauce llorón garantiza la suavidad, pero no así una chumbera. Por breve que sea el suceso amatorio con una chumbera el desasosiego posterior está garantizado. Y con anterioridad a meter la cuchara en la sopa es recomendable la exploración del vegetal que se pretende amar. Su aparente buena disposición puede ocultar trampas peligrosas. Por ejemplo, un avispero. No todo lo que ofrece la naturaleza es respetable. La abeja es laboriosa y nos fabrica la miel. La avispa no fabrica nada y es una hijaputa del más alto nivel.

Para mí, que el pijerío instalado en las izquierdas extremas, cuyos representantes no han tenido otro problema en la vida que ser castigados por su padre a una semana sin paga, lo tiene todo tan fácil que busca la extravagancia para escapar del aburrimiento. La ecosexualidad, además de una extravagancia, es una majadería. Si el amante es un tiesto con geranios, violetas o margaritas tiene, al menos, la ventaja de que se le puede llevar a tomar una copa. Pero si el ecosexual se enamora de una encina, ¿qué hace con ella? En el amor, no todo es la explosión del placer primaveral. Está la charlita, la copa, el cine, o la visita al museo. El conjunto de vivencias y sensaciones procura la culminación física. Un tiesto se puede llevar a cualquier parte, pero no un árbol o un gran arbusto. Y es falso que la ecosexualidad ayude a salvar el planeta. Carece de fundamento científico tamaña necedad.

Pero si hay que elogiar esta farsa para ser admitido en las fuerzas del progreso y la modernidad, nada mejor que acomodarse. Ayer adquirí en la floristería más cercana a mi casa un tiesto de begonias. Y a ver qué tal. Les tendré al corriente.