Opinión

Ay, Dios

En 1918, Anatoli Lunacharski, comisario de Instrucción Pública de Lenin, celebró el Juicio del Estado Soviético contra Dios, acusado por crímenes contra la Humanidad, y condenado a muerte, tras 5 horas de juicio donde una Biblia ocupó el banquillo de los acusados. La sentencia se ejecutó disparando varias ráfagas al cielo. Todo muy congruente. Un siglo después, persiste la coherencia: un juzgado abre diligencias contra Willy Toledo –de profesión, ciudadano sobreactuado–, por insultar a Dios y a la Virgen. La libertad de expresión es demasiado sagrada y seria para convertirla en un esperpento. El límite de la libertad de expresión está en la ley, donde se recogen los delitos contra el honor; injurias y calumnias. Eso es lo que hay que cumplir y hacer cumplir, pero con sentido común. Implantar penas de prisión por delitos cometidos al albur de una tergiversación torticera de la libertad de expresión, es improductivo y contraproducente porque, excepto por reiteración delictiva o acumulación de delitos –casos Hásel o Valtonyc–, nadie entra en prisión por injuriar o calumniar, por graves que sean sus acusaciones. Serían más efectivas las condenas económicas. La posibilidad de verse el bolsillo embargado, hace que uno piense en la burrada que va a decir, antes de decirla . En esto, los jueces deben ser ejemplares. Si en sus salas no permiten que nadie les falte al respeto, por muy a favor que estén de la libertad de expresión, no deberían permitir que, fuera de ellas, se lo falten a los ciudadanos, quienes merecen más protección que las instituciones que les representan.