Opinión

Sonriente y ameno

He dejado que pasen unas horas para dominar el subidón que he experimentado oyendo íntegramente la magistral pieza oratoria de Turull. Me ha tenido pendiente, dependiente e independiente durante sesenta minutos. Voz pausada y nada monótona. Tono saltarín. Heroica valentía, aunque no ha pronunciado ni la palabra República ni la voz independencia. Pero valiente. Los diputados autonómicos catalanes y el público, no han pestañeado durante la alocución serena y a veces chispeante del lucido y lúcido orador. Nací con sobrada anterioridad al fallecimiento de Cánovas y Castelar, pero mucho dudo que trenzaran una cesta parlamentaria tan bien anudada y de profundidad tan honda como la tejida por Turull.

Por otro lado, es hombre con gracia. Le sale espontánea y luminosa. Lleva los papeles por mera precaución, porque no lee. Habla, improvisa, sorprende y emociona. Y esa voz imperiosa y barítona que Dios le ha dado, impone. A mí, lo reconozco, me ha impuesto. El gesto de ansiedad de Marta Rovira oyendo el discurso de Turull ha estado a punto de transformarse en un principio de levitación. Y Ernest Maragall, no ha podido levantar la mirada por la emoción, y ha mantenido la cabeza agachada y los ojos cerrados mientras ha durado el célebre discurso. Nada tiene que ver la entrega corporal, el desvanecimiento anímico y patriótico de Maragall con una siesta. De siesta nada. Cerrar los ojos y mantenerlos en clausura no siempre va unido al sopor o al sueño. Se trató de una gestualidad de respeto máximo, de catalanidad monacal, de entregado recogimiento.

Cuando, después de referirse a la Guía Michelín y los restaurantes catalanes en ella mencionados, se refirió a la sonrisa, nadie sonrió. Ni él. Un bello detalle de originalidad. No por defender la sonrisa hay que sonreír. No por elogiar la sonrisa del sufrido pueblo catalán hay que caer en la fácil demostración de la mueca. Eso, fundamentalmente, es lo que distingue a Demóstenes de Turull. Demóstenes acompañaba su voz y sus mensajes con una sobreactuada expresividad corporal. Turull no necesita de movimiento alguno para sembrar de amenidad sus prédicas. Es tan interesante lo que dice y cómo lo dice, y tan divertido lo que insinúa y cómo lo insinúa, y tan rematadamente gracioso lo que se le ocurre y cómo se le ocurre, que le basta y sobra con hablar para tener en vilo a toda la audiencia, que fue subiendo en las televisiones a medida que avanzaba en su discurso.

No se dejó nada en el tintero. Excepto de la preocupación que angustia en estos momentos a los habitantes de Ciudad del Cabo por la falta de agua, habló de todo y para todos. En nombre de todos los catalanes, aunque olvidara decir que más de la mitad de los catalanes no están de su lado. Y si, hay que reconocerle algún defecto. Su insistencia en establecer diferencias entre los catalanes y los españoles, cuando los catalanes son españoles desde hace más de quinientos años. Pero hay que perdonar estos pequeños deslices a los grandes oradores.

Amenidad, golpes inesperados, asombrosa facilidad de palabra, y lo que más le molestaba al gran Antonio Mingote. Ternura. El discurso de Turull, cuando se refirió a su sentido del deber y al amor de la familia, se desdobló de ternura. Como hubiera escrito Antonio Gala, su discurso superó en belleza a «un crepúsculo anaranjado». Pero lo más importante y digno de destacar de la joya oratoria que Turull nos regaló, fue su coraje, su firmeza, su amenidad y su permanente sonrisa.

La convocatoria de tan prescindible pleno contribuyó, de nuevo, a que el personal comentara con cachondeo el circo de la política catalana separatista. Un cachondeo que se tornó en pasmo admirativo cuando Turull principió su arenga homilíaca. Qué flexibilidad, que coraje, que amenidad, que sonrisa y sobre todo, qué gracia natural y esponjosa. Qué tío, cómo habla.