Opinión

Apañadores e inútiles

Hay que pensar que en los tiempos barrocos de Don Diego de Covarrubias, autor del viejo diccionario, conocido por su apellido, no existía «el apañador» como oficio, porque no deja constancia de ello y podemos suponer incluso que él no lo sabía, porque discurre muy bien sobre la polisemia o diversa significación de «apañar» y especialmente de su participio pasivo: «apañado».

«Apañador» es el nombre de un oficio que ya no existe en esta sociedad del desarrollo sostenido, o sociedad avanzada de los que no se apañan con poco, o «sociedad de la opulencia» aunque los que no somos tecnócratas llamamos «sociedad» sin más, y sin ánimo de ofender a nadie, y esta advertencia es un elemento necesariamente clarificador en una sociedad que sospecha de su misma sombra, aunque ya es un poco cansado tener que estar explicando constantemente lo que uno dice, para que no lo apañe a su manera quien lo escucha. Y pongamos el caso del Maestro fray Luis de León, que estando en el banquete de una boda, cuando le preguntaron si quería vino, contestó que «no vino», y entonces un exégeta de lenguaje y de intenciones, de los que siempre ha habido muchos aseguró que fray Luis había querido insinuar que el Mesías no había venido y «le apañó bien» porque la cosa se enredó y le costó cinco años de cárcel.

Hace bastante tiempo evoqué en un artículo la figura del apañador, palabra misma ésta que, por ejemplo, si se hiciera, ahora, una nueva edición de «España» de Azorín, necesitaría una explicación, si es que no la necesita a estas alturas la propia palabra «España», que a veces parece, cuando se está hablando de ella, que se está hablando de una tarta a la puerta de un colegio, y cada chico quiere un trozo y echarse a correr con él. Pero éste es otro asunto, aunque harto triste y tremendo.

Azorín describió en ese libro el oficio del componedor o apañador, y dice que «el apañador va gritando por las callejas: ¡Componer sombrillas y paraguas!». Aunque los que yo he conocido se llamaban más bien «componedores» y «lañadores» y hacían que cazos y cazuelas sirvieran perfectamente para dos o tres generaciones, Y los médicos, que por esta tierra no eran nihilistas terapéuticos, como los que seguían la escuela vienesa poco antes del Doctor Freud, sino que trataban de curar, de todas todas, podían decir también que hiciéramos lo que nos recomendaban y que con este apaño saldríamos adelante.

Pero, en una sociedad de llamativa abundancia como la nuestra, en la que ser pobres resulta una maldad moral – porque, pudiendo ser rico resulta incomprensible– sigue habiendo apañadores de varias clases. Hay incluso, según dicen los periódicos, hasta quienes apañan con todo lo que se les pone por delante, y hacen sus buenos apaños y escalamientos. No sé cómo se llamarán ahora. Sólo es seguro que aquellos componedores de paraguas estañadores de vasijas de cocina u otros recipientes, y los relojeros que eran como Nostradamus ambulantes, fueron desplazados por la llegada de vasijas que no se agujerean, y los relojes de cuarzo no plantean problemas de cuerda o de pesas. Tenemos toda la ortopedia precisa a mano para hacer lo que queramos. Siempre que sepamos, naturalmente.

Y parece que vamos a echar de menos a los apañadores y hombres hábiles, que eran los representantes del «homo habilis» y, si ahora nieva un día o falla el suministro eléctrico, ya estamos lloriqueando a la «abuelita Estado» porque nos ha permitido salir sin bufanda, y nos abandona inicuamente, ya que nosotros no sabemos apañárnoslas a solas. Ni idea tenemos de hacer lumbre con una yesca, o de arreglar unos plomos, y el Estado no nos ha enseñado cómo levantarnos cuando nos caemos, ni a salir de la nieve sin tecnologías avanzadas.

Si acabase por consolidarse todo esto, apañados vamos todos verdaderamente. Y apañados están los que detrás vengan, si les dejamos tal apañadita de tecnólogos, ante las cosas más tontas y fundamentales.