Opinión
Ladrones en Gambetta
La «Rue Gambetta» es la arteria más paseada de San Juan de Luz. Siempre prohibida al tráfico de coches. Nace en la plaza y muere en el puerto de pescadores, con la catedral vigilante. Es también la calle comercial, con tiendas de todo tipo. Rumbo al puerto, en la acera derecha, existía una «Cremerie» maravillosa. Su propietario y principal dependiente estaba tan compenetrado con los quesos que vendía, que el queso principal de la tienda era él. Todo lo que se despachaba en aquella «Cremerie» era de altísima calidad. Aprovechando que nuestra madre estaba comprando latas de guisantes «Cassegrain», mi hermano menor, Álvaro, y el que escribe esta confesión tardía, metimos mano en un gran recipiente que custodiaba los pirulíes franchutes «Pierrot Gourmand», y nos apropiamos indebidamente de una decena de ellos. Nos sentimos héroes. No éramos cleptómanos, simplemente ladronzuelos del «chupachups» francés, que nos gustaba sobremanera.
Nuestra madre cruzaba frecuentemente la frontera, y se abastecía de productos que eran mejores en Francia que en España. Los guisantes, los melones «Cantelou», el Nescafé, los quesos, la mostaza «Savora» y demás delicias. Jamás productos prohibidos o susceptibles de ser declarados en las aduanas de Irún o de Behovia. En la de Behovia tuvo lugar un acontecimiento histórico con el doctor González Duarte y su mujer Montse como protagonistas. Doña Montse era muy gorda y se pintaba en exceso. Y el doctor Duarte era menudo, flaco y nervioso. Al doctor, como a todos los hombres, le atemorizaban las aduanas con objetos obligados a declarar. Y doña Montse era compradora compulsiva de ese tipo de enseres. Aguardaba Duarte en «Dodin» a su mujer, cuando ésta llegó con un enorme paquete. Se trataba de un gran elefante de plata repujado al estilo hindú con toda suerte de piedras semipreciosas. –Eso lo declaro en la aduana, Montse-. Duarte ocupaba siempre el asiento delantero al lado del conductor, Alonso, y Montse, por su generosidad glútea se sentaba en solitario en el asiento posterior. Llegados a la aduana, un carabinero preguntó si llevaban alguna compra digna de ser declarada. Y Duarte, señalando con la mano hacia el asiento trasero le informó al guardia civil: -Sí, el elefante de mi mujer-. El carabinero introdujo la cabeza en el coche, miró hacia atrás, reparó en Montse y les autorizó la marcha. –Pasen, que eso no cuenta-.
Eran tiempos sin cámaras ni espías. Ya en el coche para volver a San Sebastián, le contamos a nuestra madre la heroicidad. El coche se detuvo, nos obligó a poner pie a tierra y nos llevó de la mano hasta la «Cremerie». –Mis hijos se han llevado estos «pierrots» sin pagarlos. Le ruego que les perdone-. Y le devolvió los caramelos sustraídos con gran habilidad por nuestra parte. El dueño de la «Cremerie» nos miró con su expresión de queso alsaciano, sonrió, y nos regaló una caja de «Pierrot Gourmand» a cada uno. Corrían tiempos más humanos.
Pero no asaltábamos supermercados, ni amenazábamos a las cajeras con golpearlas, ni entrábamos en las arcas del Estado para quedarnos con miles de millones de pesetas. Y no existían cámaras de seguridad. Bastaba y sobraba la honestidad de una madre que pagaba todo lo que compraba. Cristina Cifuentes ha tenido que dimitir obligada por las circunstancias, pero ha sido víctima de una brutal cacería. Lo suyo, más o menos, fue como lo de nuestros caramelos. Es cierto que nosotros éramos niños y lo de sus cremas sucedió en plena madurez. Pero ya dimitida, y probablemente sentenciada, hay que averiguar quién ha guardado lo que tenía que haber sido destruido para proceder al linchamiento de una persona que había desarrollado una más que aceptable función pública.
Y tengo para mí. Que ese vídeo se guardaba en algún cajón monclovino. Intuición de un ladronzuelo de pirulíes franceses en la «Rue Gambetta».
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