Opinión

El español inmerso

No son cuestiones las de la lengua de una nación que puedan resolverse fácilmente y, si se trata de España, resulta que su antigua lengua, el español, ya sólo oficial no es sino una lengua «vehicular» más de España y, aunque ya quedaba poco castellano en el siglo XVI, parece que debemos decir «castellano», ahora mismo, en vez de «español» para significar que es una lengua regional más que se intenta hacer olvidar en algunas regiones españolas. Pese a que la historia ha enseñado que estas cuestiones lingüísticas no pueden solventarse con ucases e inmersiones, aunque se haya intentado algunas veces, en algunos delirios de poder. Pero sí pueden destruirse las lenguas, desde luego, pero también pueden destruir a quienes juegan con ellas.

Un diplomático amigo me contó que pasó con otro amigo nuestro por una aldea india americana y una anciana indígena que les informó que tenía siete veces diez años les preguntó a seguido «cómo era que habían ido hasta aquel paraje con aquel frío que tan cruel», y entonces nuestro amigo común comentó al diplomático que aquella indita hablaba como el Maestro fray Luis o Santa Teresa, y el diplomático contestó que, sin embargo, eso había ocurrido no por inmersión, sino por sabiduría lingüística que se mantenía fiel a sí misma, estando rodeada de un lenguaje plano o del «espaninglis».

Desde el punto de vista cultural, el asunto tiene otros colores, y habría que distinguir, por lo pronto, entre cultura en sentido estricto y cultura de masas. En el primer sentido, resulta obvio que hay idiomas, en los que se han escrito y se siguen escribiendo, cosas realmente fundantes y esenciales, que, como decía el Príncipe de Lampedusa, convierten en hombre a un simple bípedo implume, y en los que se han vertido desde otras lenguas ese mismo acervo cultural, para servirlas a la humanidad entera. Y esas lenguas ni que decir tiene que se convierten así en lenguas a las que todo hombre que busque su humanidad ha de acercarse. En el segundo aspecto, en el de la cultura de masas, también hay idiomas, en realidad, hoy, uno absolutamente predominante, el inglés americano, que no sólo por la situación de poder de Estados Unidos, sino por su funcionalidad y sencillez misma, es el lenguaje natural, por así decirlo, de esa cultura de masas, además de ser el lenguaje inexcusable de la nueva tecnología, de manera que se impone por doquier, e incluso «media» o modifica e influye a las otras lenguas no sólo en su expresión, sino en el pensar mismo, y en la coloquialidad, en el lenguaje puramente comunicativo, y «ahí-a-la-mano» que decía Heidegger; y entonces ocurre que este lenguaje instrumental, si no se enfrenta con una poderosa densidad al idioma ambiental, éste acabará colonizándolo del todo, aun sin pretenderlo. Simplemente si no encuentra la sólida fidelidad de los indios americanos al castellano.

¿Cuál será, entonces, el destino del español en estas circunstancias de ahora mismo? ¿Se consolidará como lenguaje verdadero, para expresar el interior del ánima y el poder del pensamiento, o se conformará con ser puro lenguaje comunicativo cada vez más mediado por aquella lengua prácticamente universal, como ninguna «koiné» lo fue jamás? Y, a este respecto, no habría que enmascarar algunas aprensiones, como la progresiva desaparición de la cultura campesina y de otros grupos sociales «no letrados», que utilizaron siempre esa lengua verdadera, «la lengua de mis amas» que decía fray Luis enfrentándole a la culta y pedante lengua de sus jueces, muy mediada entonces por el latín de escuela. Pero los nuevos pensares y sentires ¿exigirán realmente una lengua verdadera, o les bastará y sobrará con una lengua comunicativa o puramente instrumental y «ahí-a-la-mano», y de cualquier manera?

Y luego está la otra aprensión sobre el desierto cultural educativo, porque ¿sobre qué suelo podrían levantarse entonces nuestros sentires y pensares con alguna seriedad y peso que nos obligue a buscar la palabra exacta que los exprese?

Es para pensárselo y no andarse jugando a inmersiones.