Opinión

Tantos indefinidos como antes de la crisis

En el primer trimestre de 2007, poco antes de que estallara una de las crisis más devastadoras de nuestra historia, el número de trabajadores con contrato indefinido ascendía a 11,38 millones; en el primer trimestre de 2018, una década después de la crisis, el número de trabajadores con contrato indefinido es de 11,66 millones. O expresado con otras palabras: toda la destrucción de empleo indefinido experimentada durante nuestros años de depresión ya ha sido superada. No así, en cambio, la desaparición del empleo temporal: mientras que en el primer trimestre de 2007 contábamos con 5,3 millones de trabajadores temporales, en el primero de 2018 reunimos 4,1 millones.

Los datos podrán parecer sorprendentes a ojos de muchos lectores. Al fin y al cabo, estamos cansados de escuchar desde determinados medios de comunicación que el grueso de la destrucción de empleo fue causado por la reforma laboral y, a su vez, que el objetivo prioritario de la misma fue precarizar el empleo. A saber, despedir a trabajadores con un contrato indefinido blindado para reemplazarlos por empleados temporales. ¿Cómo es posible que, si la reforma laboral aspiraba a destruir puestos indefinidos, hoy contemos con más indefinidos que antes de la crisis?

Pues porque, en contra del relato oficial de la izquierda, el propósito de la reforma laboral no era ése... sino justamente el contrario: desincentivar el uso excesivo que se estaba efectuando de la contratación temporal antes de la reforma por la vía de volver relativamente más atractiva la contratación indefinida. A la postre, antes de la reforma laboral de 2012, el despido de un trabajador indefinido era tan sumamente caro y restrictivo que prácticamente todas las nuevas contrataciones se efectuaban en régimen temporal.

Ése era, de hecho, el famoso problema de la dualidad del mercado laboral español: quienes ya contaban con un contrato indefinido eran prácticamente inamovibles de sus puestos de trabajo (eran los llamado «insiders», los que están dentro); en cambio, quienes no contaban con un contrato indefinido sólo podían acceder al mercado laboral mediante contrataciones temporales y precarias (eran los llamados «outsiders», los que están fuera).

El precio a pagar por el hecho de que hubiera «insiders» intocables era la escasez absoluta de nuevos contratos indefinidos: las incorporaciones laborales en régimen de temporalidad resultaban muchísimo más atractivas frente al alto riesgo, además de oneroso, que implicaban las indefinidas.

La reforma de 2012 trató de alterar parcialmente esta situación: si el coste de rescindir un contrato indefinido se rebajaba, entonces la contratación indefinida ganaba algo de atractivo frente a la temporal. Y, en efecto, así sucedió: de acuerdo con las primeras investigaciones empíricas acerca de los efectos más inmediatos de la reforma, la probabilidad de encontrar un empleo indefinido se incrementó en más de un 50%. Y, desde luego, haber recuperado ya todos los puestos de trabajo indefinidos perdidos durante el pinchazo de la burbuja parece respaldar semejante conclusión.

Lo anterior, empero, no debe considerarse un alegato a favor del mercado laboral español. Entiéndaseme bien. El mercado de trabajo español continúa siendo un absoluto desastre, con la tasa de temporalidad más elevada de Europa.

La reforma de 2012 apenas consiguió pulir algunos de sus aspectos más terribles, pero ni mucho menos corrigió todas sus ineficiencias. Para ello, necesitamos una nueva reforma laboral: una reforma verdaderamente liberalizadora que arrebate la negociación laboral de las manos de políticos y sindicatos para devolvérsela a cada trabajador y empresario en particular.

España: más déficit del comprometido

La Comisión Europea ha alertado de que España no cumplirá con los objetivos de déficit en 2018. ¿La razón? El reparto de dádivas que se ha ido produciendo a raíz de la tramitación parlamentaria del proyecto de Presupuestos Generales del Estado. En particular, de acuerdo con los cálculos de Bruselas, el desequilibrio fiscal de este año será del 2,6%, frente al objetivo del 2,2%. Lo peor de todo es que en estas estimaciones la Comisión no está tomando en consideración el acuerdo con el PNV para revalorizar todas las pensiones de acuerdo con el IPC; esto es, el déficit probablemente será superior a lo estimado por la Comisión. ¿Cómo poner fin a esta sangría? Pues o con más impuestos o con menos gastos, pero no hay demasiado margen ni para seguir subiendo impuestos ni, tampoco, demasiada voluntad para recortar gastos.

Impuestos al trabajo: por encima de la OCDE

La cuña fiscal que soportan las rentas del trabajo –esto es, los impuestos pagados en concepto de IRPF y cotizaciones sociales por cada trabajador– se ubican en el 39,3%, unos 3,5 puntos por encima de la media de la OCDE. O, dicho de otra manera, los trabajadores españoles ya padecen muchos más impuestos que aquellos que, en términos promedios, les correspondería padecer dentro del panorama de países ricos (de hecho, la cuña fiscal sobre las rentas del trabajo es hoy superior al 38% existente en la propia España antes de que se desatara la crisis). Quienes, en consecuencia, abogan por mayores tributos para cerrar el agujero del déficit público nacional sólo están abogando por un mayor saqueo salarial que nos colocaría en una clara desventaja competitiva frente a otras economías de nuestro entorno.

¿Salario mínimo de 1.200 euros?

Con un déficit público que sigue sin desaparecer, a algunas organizaciones sindicales –CC OO, UGT y CSIF– no se les ha ocurrido otra bandera que ondear que la de reclamar un salario mínimo para los empleados públicos de 1.200 euros. La ocurrencia, que dispararía el gasto (y nuestro déficit), exterioriza una injusticia: mientras que la elevación del salario mínimo en el sector privado conduce a la destrucción de aquellos empleos insuficientemente productivos como para abonar ese salario, en el sector público sólo lleva a una mayor extorsión contra el contribuyente. ¿Tiene sentido que los trabajadores españoles, con salarios mucho menores que los de los funcionarios, tengan que cargar con impuestos todavía mayores a los actuales para sostener emolumentos superiores para los empleados públicos? Desde luego que no.