Opinión

200 años de errores

El pasado sábado se cumplieron 200 años del nacimiento de Karl Marx: para desgracia de la humanidad, uno de los filósofos y economistas más influyentes de la historia.

La teoría fundamental de Marx, aquella que mayor repercusión ha tenido sobre nuestras vidas y sobre nuestra forma de entender la sociedad, ha sido la teoría de la explotación. A saber, que los capitalistas son una clase que parasita a los trabajadores.

Y es que, de acuerdo con el pensador alemán, la riqueza únicamente la genera el trabajo (junto con la naturaleza), de modo que la figura del capitalista resultaría totalmente prescindible: a su juicio, su existencia únicamente se explica por haber monopolizado los medios de producción y, en consecuencia, por ser capaz de obligar a los trabajadores a que vendan su fuerza laboral a precio de saldo.

No otra cosa, de hecho, es la plusvalía: tiempo de trabajo que el capitalista no le remunera al proletariado. De ahí que las sangrientas revoluciones socialistas se obsesionaran con estatalizar todos los medios de producción colocándolos –presuntamente– al servicio de la dictadura del proletariado.

Si los capitalistas no atracaban a los obreros, entonces quedaría más para repartir entre estos últimos.

La teoría marxista ha seducido a millones de intelectuales a lo largo de la historia, los cuales se sumaron entusiasmados al proselitismo comunista y anticapitalista. Pero, pese a esa indudable capacidad de atracción, sus fundamentos son del todo incorrectos: la riqueza no la genera únicamente el trabajo, sino también el capital. Sin capital, continuaríamos estando expuestos a la trágica trampa malthusiana: conforme la población se acercaba a los límites cuantitativos que la naturaleza podía soportar, esa población se veía expuesta a hambrunas, enfermedades o guerras que volvían a limitarla en número.

Ha sido el capital el que nos ha permitido escapar de esa trampa malthusiana y mejorar, desde la Revolución Industrial, sostenidamente nuestros estándares de vida.

Y el capital no es, como incorrectamente predicaba Marx, «trabajo cristalizado». El capital puede ser técnicamente fruto del trabajo, pero no es sólo fruto del trabajo. Es, en primer lugar, fruto de la frugalidad: sin ahorro –sin diferimiento voluntario del consumo– no existe inversión ni, por tanto, capital. Es, en segundo lugar, fruto de la valentía.

Sin asumir riesgos patrimoniales no existe inversión ni, por tanto, capital. Y, por último, es fruto de la inteligencia: sin habilidad para detectar cuáles son las inversiones capaces de satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores, no existe creación de riqueza. En definitiva, el capitalista es sólo un especialista en crear capital –progreso económico– mediante su frugalidad, valentía e inteligencia.

Y eso es por lo que cobra: no por explotar al obrero.