Opinión

Guerra comercial: Un camino hacia el abismo económico

Donald Trump finalmente ha consumado sus amenazas y ha incrementado los aranceles frente a la Unión Europea y frente a China, sembrando de este modo los desastrosos vientos del mercantilismo que bien podrían conducirnos a una tempestad en forma de guerra comercial multilateral. En su momento, hubo algunos liberales que confiaron en que la postura proteccionista de Trump fuera una mera fachada negociadora con la que presionar a los países arancelariamente amenazados para que eliminaran sus propias barreras comerciales contra los productos estadounidenses.

A la vista está que no: aun cuando China y la Unión Europea aceptaron relajar sus respectivas normativas proteccionistas, Trump ha terminado castigándolas con más aranceles. Ante lo cual, para mayor desgracia económica de todos, tales bloques económicos ya han reaccionado prometiendo a su vez nuevas represalias arancelarias contra Estados Unidos.

El escenario que se abre ante nosotros todavía no es dramático: estamos sufriendo un incremento de los impuestos sobre la importación de ciertos productos muy específicos, algo que, pese a todo, no empaña la trayectoria de progresiva apertura globalizadora que hemos vivido durante las últimas décadas (y que es uno de los principales responsables de que, durante ese mismo período, hayamos experimentado el mayor incremento de la prosperidad mundial de la historia de la humanidad). Sin embargo, no hay que desdeñar los riesgos de que esta escalada de represalias mutuas termine degenerando en una guerra comercial abierta –similar a la que aconteció durante la década de los 30– y de que, en consecuencia, suframos un empobrecimiento universal.

A la postre, y por circunscribirlo al caso particular de la economía española, nuestro país ha logrado superar la crisis merced al auge exportador. Ese auge exportador se ha basado en dos elementos cruciales: por un lado, la moderación salarial (que nos ha permitido ganar competitividad) y, por otro, el crecimiento de la demanda exterior como consecuencia del incremento de la renta per cápita en el resto del planeta. En otras palabras, no es sólo que produzcamos mejores y más baratos productos que pueden penetrar con mayor facilidad en los mercados foráneos, también es que esos mercados foráneos son más ricos y, por consiguiente, demandan un mayor volumen de nuestras mercancías en general.

Por ejemplo, las exportaciones españolas a algunas economías emergentes –es decir, a mercados tradicionalmente poco maduros y demasiado pobres como para dinamizar apreciablemente nuestra industria exportadora– como la de China se han incrementado en un 70% desde 2012: han pasado de 3.738 millones de euros a 6.257 millones. Algo parecido ha ocurrido en Marruecos –donde han aumentado un 50%, desde 5.300 millones de euros a 8.000 millones– o en Turquía –donde han crecido un 20%, desde 4.730 millones de euros a 5.730 millones–. Únicamente con estas cifras deberíamos ser capaces de entender la magnitud tanto de nuestra exposición al comercio internacional como, sobre todo, de su contribución a nuestra recuperación.

Una guerra comercial a gran escala que elevara notablemente los aranceles sobre la mayoría de productos reduciría la renta per cápita de todos los países y, con ello, su demanda exterior. Aquellas de nuestras empresas que han conseguido levantar la cabeza en mercados extranjeros volverían a sumergirla en forma de reestructuraciones de plantilla y de deuda. No es un escenario de ciencia ficción: ya sucedió durante la Gran Depresión y nada impide que se repita ahora. De ahí que Donald Trump esté jugando peligrosamente con fuego cada vez que aumenta un arancel para proteger a sus grupos de presión internos. Si esto no termina aquí, podemos terminar pagando un precio demasiado caro.

Los riesgos del cambio de Gobierno

Pedro Sánchez ha superado su moción de censura contra el Gobierno de Rajoy y se ha convertido en el nuevo presidente del Gobierno. El líder socialista todavía no ha anunciado ninguna medida concreta de política económica pero, atendiendo a sus declaraciones durante los años precedentes, todo apunta a que ésta girará en torno a dos ejes: más impuestos y más regulaciones. De ser así, estaríamos ante un enorme error económico: los mayores impuestos laminarían la renta disponible de los trabajadores así como los beneficios de las empresas, lo que se traduciría en una menor actividad; a su vez, las más gravosas regulaciones restarían flexibilidad a nuestros empresarios para aprovechar las oportunidades de inversión que hubiesen localizado. La política económica que necesita España es justo la opuesta: menores impuestos y menos regulaciones.

El crecimiento frágil de España

El INE confirmó esta semana que nuestra economía creció a un ritmo intertrimestral del 0,7% y a un ritmo interanual del 3%. Es decir, estamos experimentando una ligera desaceleración que es todavía muy leve. Sin embargo, existen señales de alarma que deberíamos considerar: la inversión en bienes de equipo (que refleja la confianza de las empresas en el estado de la economía) se contrajo un 1,6% por primera vez desde 2016. En suma, continuamos mejorando pero con incertidumbres en el horizonte. De ahí que, en este momento de ligera fragilidad en las bases de nuestro crecimiento, no deberíamos apostar por políticas económicas suicidas (como subir impuestos) sino por aquellas que puedan otorgarle un empuje sostenible a nuestra prosperidad.

El paro, la gran causa de la desigualdad

Son muchos los que piensan que el aumento en la desigualdad de la renta en España durante la crisis se ha debido a una polarización de los salarios: las rentas bajas han caído y las rentas altas han subido. La explicación es incorrecta por imparcial, tal como ha mostrado esta semana el Banco de España en uno de sus últimos informes. Si analizamos la evolución durante la crisis de la distribución del salario por hora, veremos que las diferencias entre los salarios por hora altos y los salarios por hora bajos se han estrechado. ¿Por qué entonces ha aumentado la desigualdad? Porque el número de horas trabajadas ha caído mucho más en unos empleados (aquellos con menores salarios) que en otros. Por ello, la principal vía para combatir la desigualdad en nuestro país pasa por promover un mercado laboral más libre e inclusivo que el actual.