Opinión

Escuela elemental

Estoy realmente sorprendido, aunque por otra parte me parece que he vuelto a la escuela, al oír hablar tanto de la bandera de España como símbolo de la nación a la que pertenecemos. Esto es salgo que a nosotros nos dijeron de una vez por todas, y no he visto después ponerlo en cuestión a nadie que se pueda tomar intelectualmente en serio, aunque sólo sea porque, como decía Manés Sperber, un pequeño cambio cultural, y no ya de esta entidad, puede dar al traste con el mundo cultural entero en el que se produce. De manera que hasta el señor Stalin que había destruido externamente cristianismo en la URSS se vio obligado en la guerra con los alemanes a invocar a la Santa Rusia aproximando el motivo de esta guerra a las antiguas guerras de defensa «pro aris et focis», los altares y los hogares y la tierra de los antepasados muertos.

Sabemos, desde luego, que en este nuestro país, o nuestra patria, que quiere decir «tierra de los padres», hasta este mismo nombre de patria resulta discutible, y no parece sino que necesitamos una especie de «pre-enseñanza primaria» o recuperación del sentido común para poder hablar de las cuestiones más elementales con palabras de significación universal y ya fijada desde siglos atrás y no interpretables, porque por el cambio y la multinterpretación se instalan las tiranías, como en Babel.

La lealtad, en efecto, es absolutamente necesaria para nuestra vida de cada día, y desde luego para nuestra vida política: un «fair play» del que podríamos encontrar algún ejemplo en el pasado e inencontrable o presumidamente inencontrable, hoy, porque ya interpretamos absolutamente todo.

Lo que podemos comprobar en la Historia es que desde siempre se ha sabido que, «a corromper y ser corrompido llamamos mundo», y que Maquiavelo aseguraba que un Príncipe u hombre político sabia que se castigaría mejor y con mayor eficacia a sus enemigos, imponiéndoles una multa que matando a su padre, porque al padre le olvidarían pero la multa no.

Y ante esto volvemos a cabeza horrorizados, aunque, antes de hacerlo, debemos tener en cuenta que esas espantosas fórmulas de Tácito y Maquiavelo, no son juegos retóricos ni malvadas ocurrencias, sino que son conclusión de miles de años de Historia y realidad. Y entonces lo más realista parece que es decirnos a nosotros mismos lo que el conde Joseph de Maistre se decía, como si se mirara al espejo de su ánima, que él, en realidad, no sabía cómo la la conciencia de un criminal, pero la suya era espantosa. Esto es, reconocía simplemente que nada de lo humano le era extraño, tampoco en la maldad, y nadie puede estar seguero de ser inmune a ella.

Pero la inocencia y la bondad también se dan en el mundo, desde el caballero medieval que se negaba, incluso para defenderse, a usar espada con canalillo porque se sabía por experiencia que su herida procuraba siempre la muerte –y a la lucha no se iba a matar sino a ganar– hasta la siempre pequeña e inagotable bondad de las buenas gentes que tanto maravillaba a Wassili Gossman y de la que sin embargo son testigos miles de personas que vivieron en Auchswitz y Kolymá, y por todo el mundo, en el que, gracias a ellas, se sostiene la humanidad de todos.

Todos sabemos muy bien que es una especie de reserva de la bondad humana la que se opone detiene al mal cada día. Y, por eso, no nos podemos permitir ni siquiera una memoria complacida de ese mal, que sería nueva semilla de él, «El huevo de la serpiente».

Porque, si no sabemos lo que es la patria común y no hay nada seguro en ningún plano de cosas, ni siquiera la diferencia entre el mal y el bien, como muestra el siniestro hecho de que nuestra sociedad se reclame inocentemente del darwinismo filosófico y de laboratorio, lo que necesitamos es volver a la escuela elemental. Quizás se hayan refugiado allí aquellas seguridades.