Opinión
Europa y la inmigración (I)
La cuestión de estos últimos días suscitada, circunstancialmente, o puesta con especial relieve por la llegada del barco «Aquarius» con 629 inmigrantes procedentes de países subsaharianos, ha avivado la cuestión «Europa» y la necesidad de la unidad europea y de la conjunción de los países en el esfuerzo común y conjunto, necesario y urgente, de los países europeos ante la inmigración. Se está viendo claramente que nos apremia una unidad que vaya más allá de una mera centralización de competencias económicas o legislativas que, como se está viendo, podría conducir a una rápida disolución de Europa si, por ejemplo, se orientase a una tecnocracia cuyo criterio fuese el aumento de consumo o de poderío.
Una sociedad organizada en clave de progreso y bienestar, en la que la religión quedase superada como reliquia del pasado o recluida a lo sumo a la esfera de lo privado y en la que la felicidad se pretendiese que quedase garantizada por el funcionamiento de las condiciones materiales, estaría abocada igualmente al fracaso, a la disolución más tarde o más temprano de Europa.
Esto último ha sido ya el caso de los países del socialismo real o comunismo. Ahí se ha dado un dogmatismo intolerante : «El espíritu es producto de la materia; la moral es producto de las circunstancias y tiene que ser definida y puesta en práctica conforme a los fines de la sociedad; todo lo que sirva para alcanzar el feliz estado final es moral. Esto culmina la perversión de los valores que habían construido Europa. Más aún; aquí se lleva a cabo una ruptura con toda la tradición moral de la Humanidad. Ya no hay valores independientes de los fines del progreso, en un momento dado todo puede estar permitido o incluso ser necesario, moral en un nuevo sentido. Incluso el ser humano puede convertirse en un instrumento, no cuenta el individuo, sólo el futuro que se convierte en una terrible divinidad, que dispone de todo y de todos. Actualmente, los sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero se pasa por alto con demasiada complacencia el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro.
La verdadera catástrofe no es de naturaleza económica; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral.(...) La problemática religiosa y moral, que es de lo que verdad se trataba, ha quedado casi completamente desplazada. Pero la problemática legada por el marxismo sigue vigente hoy: la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del Universo, la liquidación de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición, sigue siendo ahora nuestro problema, y es lo que puede conducir a una autodestrucción de la conciencia europea que (...) tenemos que contemplarla como un peligro real» (J. Ratzinger).
La edificación de la «casa común» de la nueva Europa, su integración, o la verdadera unidad entre sus pueblos, para ser algo más que una quimera o algo más que el conjunto de unas relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto por la identidad y los derechos de los hombres y de los pueblos. Es decir, ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta verdadera a las cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en estos dos últimos siglos, la cultura europea. La armónica sociedad prevista por la Ilustración como fruto de un abandono de los «prejuicios cristianos», y de una aplicación sistemática de la razón inmanente nunca ha llegado. Más aún ha dejado tras de sí una larga secuela de todos conocida, incluso de destrucciones y de guerras. Esta problemática no afecta sólo al mundo que estuvo dominado por el marxismo, porque el ateísmo y el materialismo práctico, que llevan dentro de sí el mismo error antropológico que el marxismo, están muy difundidos en todas partes. «Realmente toda Europa se encuentra hoy ante el desafío de tomas una nueva decisión a favor de Dios» (Sínodo especial para Europa, 1992, Declaración final, 1). Es verdad que existe en Europa un sincero deseo de unidad, pero no es posible ignorar las dificultades históricas que existen para que esa unidad pueda ser una realidad efectiva. La unidad y la convivencia sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de la historia europea, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a los interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política.
Aquí es donde, a mi modesto entender, radica una cuestión fundamental de supervivencia de Europa y de una acción conjunta europea ante dramas humanos como, por ejemplo, el de las gentes inmigrantes o refugiados que llegan a Europa. Desde aquí se entiende el porqué de la insistencia en las raíces espirituales, inseparables de la fe cristiana, de Europa y de su identidad. En esto se juega su ser o no ser. Se estuvo discutiendo hace unos años sobre la Constitución Europea con la que se pretendía caminar hacia el futuro a partir de una definición o redefinición de su identidad; previamente se aprobó la «Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea», en la que también se expresaba, de algún modo, cómo se veía o se trataba de ver dicha identidad.
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