Opinión

El verano

Los veranos de todas las infancias son azules. Y siempre hay sol. En los dibujos escolares no puede faltar el sol, grande, redondo, amarillo, despidiendo rayos que son rayas de lapicero, dominando arriba a la derecha la hoja del cuaderno. Debajo está la casa, fabricada con cuatro líneas, apenas un cuadrado, y un triángulo encima, que sirve de tejado. En él no puede faltar la chimenea de la que sale humo subiendo en espiral aunque sea verano. En la fachada principal hay cuatro ventanas simétricas y en el centro una puerta, a la que se llega por un largo camino que se pierde a lo lejos, en el campo, y se va estrechando mientras se aleja, hasta desaparecer por el margen izquierdo de la hoja. Junto a la casa o bordeando el camino tiene que haber árboles con la copa redonda como los olmos de las herrañes o larga como los chopos del río.

Tiempo de libertad y de plenitud. Es la cosecha. Sólo se recoge lo que se sembró, y gracias. Tiempo de moscas y de polvo. Los segadores trabajan en cuadrilla a tajo parejo. Llevan boina o sombrero de paja. Ninguno usa guantes. Brillan las hoces entre la mies pajiza con cabeza dorada. Apenas suena el roce áspero de las zoquetas. Si, en un descuido, la hoz hiere la mano, se echa vino en la herida o, si no hay vino, si se ha acabado, se mea uno encima de la carne sangrante. Algún segador canta por su cuenta para espantar los males. Siegan encorvados y el sudor cubre su duro rostro endrino. A la sombra del fascal o de un espino del ribazo, aguardan la fiambrera, la bota y el botijo. Las rastrojeras ardientes, recién segadas, sobre todo las de centeno, hieren las piernas morenas de los muchachos y dibujan en las carnes cuadros abstractos. Llegan las mujeres a la pieza, caminando airosas con la cesta de la comida en la cabeza. Llevan la cara cubierta con un pañuelo claro para que su piel no pierda la tersa blancura.

Recuas de caballerías acarrean la mies de la pieza a la era por caminos polvorientos. Con la tarde vencida, el trabajo está hecho. El tamo de las eras invade las calles y los corrales. El silencio de la noche cubre el pueblo. Los segadores descansan, rendidos. Lo mejor es salir entonces a las eras y tumbarse allí mirando al cielo. Te sentirás envuelto en un prodigioso manto azul de miríadas de estrellas brillantes como zafiros, casi al alcance de la mano. (¡Oh, aquellos veranos azules, desaparecidos para siempre!).