Opinión
Oropéndolas
En su despacho de Director de ABC, Luis Calvo leía los artículos de las grandes firmas para el día siguiente. Luis Calvo era un personaje genial, iracundo, irónico, dipsómano, cultísimo, y en ocasiones, amigo de la pendencia. Se indignó con la lectura del texto enviado por César González-Ruano. Trataba del florecimiento de los almendros. Descolgó el teléfono y llamó a casa de César. –Ruano, he leído tu artículo de mañana. Muy bonito. Esos almendros que florecen, esas extensiones blancas y rosadas, esa ilusión por la primavera que llega... pero ¿qué coño le importa a los lectores de ABC que hayan florecido los almendros?–. Ruano tenía preparado el argumento de defensa. –Director, ¿te figuras un año sin almendros florecidos? ¿Un año en Sevilla sin que estalle el azahar? ¿Una playa del norte sin olas? Los lectores de ABC se sentirían más que preocupados. Por otra parte, el artículo me ha salido redondo–. Aquel texto de los almendros supuso un éxito rotundo, y Luis Calvo terminó reconociéndolo.
En 1964, con 16 cumplidos, me hice socio y anillador de la Sociedad Española de Ornitología. Fui un ecologista avanzado y llegué a distinguir vuelos y cantos de aves y pájaros con notable precisión. Algo más tardíos que los abejarucos, llegaban a nuestros sotos los matrimonios dorados de las oropéndolas. Las oropéndolas son muy leales en su vida de pareja. Ella es verde con ráfagas amarillentas y el macho más gualda que amarillo con las alas negras. Un ave portentosa. Pasan el otoño e invierno en África y la primavera y verano en Europa. Más de la mitad de los ejemplares se quedan en España y Portugal. Tienen buen gusto.
He pasado unos días en el campo prodigioso de un insuperable amigo en Sierra Morena. Sierra de Andújar, a 365 curvas del Santuario de la Virgen de la Cabeza, cinegético y castrense, lugar sagrado para nuestra Guardia Civil. Los venados con sus astas cubiertas del correal, los gamos escondidos, los cochinos con su capa de verano, los muflones ocultos para evitar a las moscas cojoneras, y los linces poco partidarios de dejarse ver. Dehesa movida y monte cerrado de jaras, coscojas y madroños. Todos los cursos naturales de agua guardados por inmensas matas de adelfas salvajes y serranas. Y en un bosquecillo de ribera inmediato a una laguna natural, una pareja de oropéndolas. Años llevaba sin verlas. Con la preocupación por los días que vienen, la recuperación de mis años antiguos, en los que era capaz de permanecer quieto y en silencio durante horas para sorprender a las oropéndolas en los sotos húmedos de La Moraleja.
El director de LA RAZÓN, al modo de Luis Calvo, tendría sobrado motivo para llamarme y protestar. –Con la que está cayendo en España, ¿qué importa a nuestros lectores que hayas visto a una pareja de oropéndolas en Sierra Morena? En efecto, a nuestros lectores es muy probable que no les interese nada mi reencuentro con las oropéndolas, pero a mí, que transcurro por precipicios y quebradas, me interesa y me importa sobremanera. ¿Qué sería de un verano en España sin oropéndolas? Un verano mate, sin colorido, sin vida y sin sorpresa.
Ha llovido tanto y tan bien este año en Sierra Morena, que aún abunda el pasto para las reses. Todavía hay ciervas pariendo sus gabatos y las piaras de jabalíes salen confiadas del monte cuando se pone el sol. Con Emilio, el Guarda Mayor, he visto a un raposo matar a un rayón, huir de la acometida de la cochina, y ver cómo ésta, se llevaba el pequeño cadáver en la boca sin comprender la dura realidad de la naturaleza.
Tierra de linces. El Horcajuelo, el Cerro del Moro, Buenavista, Lugar Nuevo, Nava el Sach, Selladores, y a media subida hacia el Santuario, la Virgen, el refugio del gran Luis Miguel Dominguín, atravesada por la corriente del Jándula. Y en los sotos, oropéndolas. Pues sí. Las he visto, las he disfrutado, me han rejuvenecido y lo escribo.
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